La mayor parte de la gente que hacía cola para asistir como público al juicio del procés eran gente de Vox. "Sois de Vox, ¿verdad?”, pregunté a un grupo de personas mayores. "Somos españoles", responde uno. "Somos españoles y tú catalán, que te he visto en TV3". No pude llevarles la contraria porque en eso tenían razón. Cada uno es lo que es. Solían saludarse unos a otros con un "viva España". Habían madrugado para no perderse el juicio. Sólo podía entrar una cuarentena y desde las seis de la mañana, todavía de noche en Madrid, esperaban turno, y se organizaron distribuyendo turnos numerados. El "ardor guerrero" subía de tono cuando entraban el president Torra u otros representantes catalanes. Cuando llegó el exconseller Carles Mundó, una mujer gritaba: "¡Al trullo, al trullo!", señalando con un dedo acusador. Santiago Abascal, el líder de Vox, chupaba cámara tanto como podía, exigiendo la detención del president Torra, porque "el golpe sigue vivo". En la plaza de la Villa de París, el catedrático Javier Pérez Royo transmite su pesimismo. "No veo solución ―dice― las condenas serán máximas". En Madrid hace frío, pero por la mañana hacía sol y al mediodía los cafés estaban concurridos a pesar de que con tantas batallas librándose en los escenarios oficiales cualquier observador llegaría a la conclusión de encontrarse ante el derrumbe institucional del Estado.
La extrema derecha se hace ver y sentir por todas partes
Mientras, en el Tribunal Supremo, los abogados de los presos independentistas cuestionaban la imparcialidad de las actuaciones del poder judicial en relación al derecho de defensa y desarrollaban el relato de falta de garantías procesales y de vulneración de derechos fundamentales. No muy lejos, en el Congreso, el poder ejecutivo intentaba sobrevivir presentando unos presupuestos sin ninguna esperanza de resistir una caída anunciada. En el juicio, los defensores de los acusados han puesto en evidencia suficientes contradicciones objetivas en la instrucción del sumario. Si ninguna de ellas es tenida en cuenta, la sensación de indefensión marcará todo el proceso. En las Cortes, un debate que debía ser de números, cifras y proyectos ha derivado en un intercambio de monólogos histéricos sobre Catalunya. Incluso la presidenta del Congreso ha tenido que recordar cuál era el tema del debate, pero lo ha hecho precisamente cuando hablaba Joan Tardà. El estado de derecho se desmorona y no se vislumbra ninguna reanudación, más bien lo contrario, cuando grupos radicales intensifican la crispación. La extrema derecha se hace ver y sentir por todas partes. Las banderas de la Falange vuelven a formar parte del paisaje habitual de la capital y algunos hechos vandálicos no por esporádicos son menos significativos. El lunes por la noche en el cementerio de la Almudena fueron profanadas las tumbas de Pablo Iglesias, el fundador del PSOE, y Dolores Ibárruri, la Pasionaria, el principal referente histórico no sólo del Partido Comunista, sino del antifascismo español. La guerra civil vuelve a estar presente. El Gobierno de Sánchez prevé ordenar definitivamente este viernes la exhumación de los restos del dictador Franco del Valle de los Caídos y concederá un margen de quince días a la familia del general para elegir un cementerio que no sea el de la Almudena.
Se interpretaba que Sánchez quería cumplir su promesa estelar coincidiendo con el anuncio de la convocatoria electoral para el mes de abril, después de que sea tumbado el miércoles el proyecto de presupuestos, pero el calendario se ha complicado mucho. Parece que la fecha del 14 de abril no gusta a La Zarzuela, porque seguro que los soberanistas y Podemos harían campaña con la bandera de la franja morada y eso al PSOE, que es un partido obediente y dinástico, tampoco le beneficiaría. En los pasillos del Congreso, el ministro Ábalos no disimulaba su escepticismo sobre el día de la República. El 28 de abril parece impracticable situando la campaña en plena Semana Santa. Los adversarios de la derecha también hacen cálculos. Pablo Casado y la cúpula del PP se han planteado presentar una moción de censura cuando se confirme que el Gobierno no logra aprobar las cuentas. Se lo pensarán dos veces porque Pablo Casado no tiene ninguna posibilidad de superar la moción y el debate podría suponer su suicidio político, pero la iniciativa, de llevarse a cabo, bloquearía la posibilidad de convocar elecciones semana que viene. Quizá por eso, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, ha insistido varias veces en que el Gobierno actual está determinado a continuar. A seguir gobernando. Lo que es una incógnita es cómo lo hará teniendo la mitad del Parlamento y la mitad de su partido en contra. Todo tiembla, como si estuviera a punto de caer en cualquier momento.