Un pata negra de la Radio Ibérica y miembro de la cloaca más oscura de la España cavernosa, don Carlos Herrera, ha sido el encargado de explicar al mundo que Julio Iglesias sufre de un osteoblastoma, un tumor benigno situado en la columna vertebral que le dificulta las capacidades motrices, dolencia que lo ha apartado definitivamente de los escenarios. Don Carlos Herrera —el don es un título casi nobiliario que conceden en Madrid como quien regala un bocadillo de calamares— se ha especializado últimamente en hacer de portavoz de glorias nacionales que aman mucho España, pero que prefieren pagar sus impuestos en el extranjero. Uno es el rey emérito, con quien don Carlos Herrera tiene una relación casi de vasallaje; el otro, Julio Iglesias, con quien el radiofonista tiene un vínculo de groupie (anglicismo perfecto para definir a los seguidores incondicionales de un artista o grupo). Don Carlos Herrera es un tipo con suerte, porque tanto el rey como Julio atienden sus llamadas sin tener que pasar ningún filtro burocrático o familiar; honor que hace del radiofonista el don más don de cualquier don de la Villa y Corte, y, cuando habla del emérito o de Julio, nos encontramos ante una aserción categórica con categoría de palabrita del niño Jesús.

Hacía años que creía que Julio Igleisas estaba retirado y se ve que no. Y es fantástico comprobar como uno se acostumbra a las ausencias de personajes que formaban parte de tu cotidianidad desde que levantabas un palmo del suelo. Yo, que soy consumidor de prensa amarilla desde los años setenta, he seguido la vida de un cantante que se congratula de ser el latin lover por excelencia y que ha convertido sus conquistas en números. Una vez eran tres mil, otras, cuatro mil, las mujeres que habían pasado por su cama; como si las mujeres fueran trofeos de caza para un fornicador con el fusil siempre en posición de disparar. A Julio Iglesias se lo convirtió en una gloria nacional en una época en que el país iba muy justito de glorias patrias que llevaran el nombre de España con orgullo de ser español por todo el mundo a pesar de que los impuestos los pagaran en paraísos gobernados por infieles. Eso sí, para demostrar el amor de Julio por España, desde la fundación de su imperio de crooner latino, siempre se hacía fotografiar con una botella de vino de la Rioja y un jamón cinco jotas, colocados sobre una mesa de manteles blancos con las palmeras serigrafiadas en el fondo, cuando estas todavía no habían llegado a la Barcelona preolímpica y eran un símbolo de nirvanas transoceánicos.

Julio sigue siendo un tipo que da prestigio tenerlo cerca, ni que sea por vía telefónica.

Si tuviéramos que hacer caso de las letras de las canciones que han hecho de Julio Iglesias un ídolo transnacional, moriríamos desconsolados por la enorme contradicción de encontrarnos ante uno de los triunfadores más desgraciados que ha dado la madre naturaleza. Bienaventuradamente, las entrevistas que le han hecho durante las últimas cinco décadas han demostrado que la pena puede ser el más superficial de los sentimientos y que, de cada cuatro palabras, cuatro suenan frívolas y dos no se entienden por culpa de una pronunciación que contiene un deje tan divinamente pijo que parece japonés.

Nunca fui un gran fan de Julio Iglesias, aunque recuerdo unas cuantas canciones de sus primeras épocas, de cuando todavía no había decidido conquistar la América anglosajona e intentar entrar en el círculo de la Rata Pack o hacer dúos con Sevie Wonder o Willie Nelson. Y recuerdo como flipé, yo que provenía de una familia poco entregada a la discografía del cantante, cuando vi como paraban el telejournal de la TF1 para anunciar que Julio Iglesias acababa de aterrizar en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Era en el año 1978 y yo pasaba el mes julio en casa de la familia Dorat con el objetivo de aprender francés. Y recuerdo que, allí perdido en una casa de Clermont-Ferrand, la ciudad donde Éric Rohmer había rodado Mi nuit chez Maud, y con el disco Les Marquises envuelto en la habitación (el testamento de Jacques Brel comprado para regalarlo a mis padres), pensé que el mundo estaba entrando en una realidad extraña y que la grandeur empezaba a flaquear. Unos años después, cuando triunfó Mecano, mis temores se hicieron realidad. Y recordando rememoré al padre de Julio Iglesias y el secuestro que sufrió en manos de ETA, y de como lo liberaron a cambio de no se sabe qué, y de las primeras palabras que pronunció cuando entró la policía en el piso de la localidad zaragozana de Trasmoz, donde lo tenían escondido: "joder, lo que habéis tardado". Julio Iglesias Sr., Papuchi para los amigos y ginecólogo de profesión, se había afiliado a la Falange en el año 1933 y durante los años duros de la posguerra le gustaba pasearse vestido de requeté y marcando paquete por la Gran Vía madrileña, pero en cuestión de carácter era muy campechano y uno de aquellos frívolos que podía convertir en anécdota a los republicanos enterrados en el Valle de los Caídos.

Hace años que Julio Iglesias no interrumpe telejournals, pero todavía continúa vivo en Spotify, satisfecho de que España no haya conseguido encontrar a otro Julio Iglesias con quien propagar el consumo de vino de la Rioja o de Ribera del Duero y, como buen pata negra, popularizar el consumo de jamón de Jabugo o hacer de factótum del Real Madrid ahora que Plácido Domingo se ha visto obligado a hacer de Farinelli por culpa de una masculinidad mal asimilada. Como buen libra, el séptimo signo del zodíaco, el cuarto de naturaleza positiva, el tercero de calidad cardinal, y símbolo del equilibrio y la armonía, Julio sigue siendo un tipo que da prestigio tenerlo cerca, ni que sea por vía telefónica. Y, aunque eso de los signos zodiacales es una tontería, seguro que él, con toda la frivolidad que lo honra, de eso de ser libra ha sacado grandes respuestas para justificar ciertas decisiones. Con 81 años en la espalda y con amigos como don Carlos Herrera, Julio Iglesias persiste en la encomiable responsabilidad de hacer de embajador emérito de España con un valor añadido: la ligereza de los que, de tan equilibrados y armónicos, parece que se la sude todo.