Existen dos momentos en la historia reciente de Catalunya y España que, casi tres años después, señalan perfectamente el principio del fin de lo que se viene llamando el régimen del 78, proceso iniciado, pero no acabado, y susceptible, por ello, de tener varios finales. Ambos se desencadenaron, además, en un lapso de tiempo muy corto. Uno es la abdicación del rey Juan Carlos I, el 2 de junio del 2014, y el otro es la (auto)inmolación del expresident Jordi Pujol con la confesión de los pecados fiscales de su familia, el 25 de julio siguiente.
En una decisión largamente aplazada, el ahora rey emérito cedió la corona a su hijo Felipe y a su nuera Letizia al verse atrapado en un cortocircuito entre su enésimo escándalo matrimonial -su “amistad” con la princesa Corinna Sayn-Wittgenstein, cacerías postcoloniales en África incluidas- y el juicio del caso Nóos, el asunto de los manejos corruptos de su yerno, Iñaki Urdangarin, y de su hija, la infanta Cristina, al amparo del real prestigio. En algún momento, el escándalo amenazó con llevárselo todo por delante, incluida la figura del anterior jefe del Estado, lo que habría supuesto una crisis de consecuencias imprevisibles.
No hubo asomo alguno de generosidad en el real gesto: en algún momento pareció que la institución de la Monarquía, es decir, el nexo más directo del actual sistema político español con el pasado franquista, podía saltar por los aires víctima de su propia mentira. El régimen del 78 reveló en ese momento de la abdicación del anterior Rey de España su naturaleza profunda como régimen, como componenda. Si en la vieja Europa, como escribió el historiador Arno Mayer, el ancien régime no murió con la Revolución de 1789 sino con la Gran Guerra (1914-18), en la España actual, la abdicación del que fue “un rey para la democracia”, como define a Juan Carlos I uno de sus biógrafos de referencia, Charles T. Powell, fue el factor necesario para que la monarquía posfranquista se salvara de la cárcel por el caso Nóos. Atado y bien atado. O sea, la única posibilidad para transitar con ciertas garantías desde el régimen (existente) al régimen (en construcción).
La abdicación de Juan Carlos I fue el factor necesario para que la monarquía posfranquista se salvara de la cárcel
En la España de los 4 millones de parados y el procés independentista catalán en pleno despliegue (pese al coro del presunto suflé menguante), y ante un statu quo que se había convertido en una amenaza para sí mismo, ese era uno de los finales posibles: que todo continuara (casi) igual. El lanzamiento de Ciudadanos como “Podemos de derechas” y muleta estabilizadora del sistema en Madrid o en Sevilla, ora con Mariano, ora con Susana, como puntal del edificio carcomido del bipartidismo dinástico PP-PSOE; o el golpe politico-mediático-financiero contra el correoso Pedro Sánchez (facilitado por la pinza Rajoy-Iglesias) encajan en ese fin de régimen lampedusiano.
También fue una decisión largamente aplazada el segundo momento, la confesión de Jordi Pujol sobre la “deixa” del abuelo Florenci, el presunto origen del patrimonio familiar oculto al Fisco durante tres décadas en el extranjero, la punta del iceberg del escándalo de corrupción que ha convertido en un apestado al político catalán más decisivo del siglo XX. A doña Marta Ferrusola, que se identificaba a efectos de movimientos financieros como la “madre superiora” -según hemos sabido esta semana-, no le dio la gana de regularizar las cuentas andorranas hasta pocos días antes que un chivatazo las colocara en la portada del diario El Mundo. Pujol padre cargó públicamente con la cruz, como Juan Carlos con su elefante y sus queridas, pero pronto se supo que con la expiación no había bastante. La pregunta es si Pujol era Papa o monaguillo en el convento de la Ferrusola.
Todos los aparatos del régimen redivivo se activaron a la una para tirar del hilo de la “deixa” de los Pujol
Mientras una Catalunya atónita y una Convergència que quizás ya nunca más levantará cabeza se preguntaban -y se preguntan- cómo había sido posible que Jordi Pujol i Soley hubiese traicionado a tanta gente que creyó en él (todo sería más fácil si Jordi Pujol i Soley fuese Luis Bárcenas), todos los aparatos del régimen redivivo -el político, el judicial, el policial, el mediático, el de los que ya no quieren acordarse de los viejos tiempos- se activaron a una para tirar del hilo de la “deixa”.
Todo indica que había materia más que suficiente para acusar a los Pujol-Ferrusola de “organización criminal”. Pero también empezó a quedar claro, muy claro, que el Estado del régimen del 78 ya no le debía nada al ex Molt Honorable. Y, desde luego que Júnior, el primogénito de los Pujol-Ferrusola, el autocalificado de heredero de Saza en la nueva "escopeta nacional", aquel niño que lo visitó con su madre en la prisión de zaragoza cuando Jordi Pujol i Soley fue detenido, torurado y condenado por la policía y los jueces franquistas, el "dinamizador económico" encarcelado en Madrid por evasión fiscal y blanqueo, no es la infanta Cristina. Ni tan siquiera Iñaki Urdangarin.
¿Y qué hay de los otros finales posibles? Pese a que el nivel de las aguas putrefactas del Canal de Isabel II sube cada día más en la sala de máquinas del PP, la reconfiguración de una alternativa de izquierdas articulada por Sánchez (gane o no las primarias a Susana Díaz) e Iglesias, parece harto improbable, si bien pocas cosas son descartables en política. El otro final posible para la historia del régimen del 78 (parte II) depende de algunos políticos catalanes, singularmente de Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, a los que el Estado y el régimen en que se sustenta, huelga decirlo, tampoco les debe nada. Pero sobre todo depende de la gente. De mucha gente. Atentos a sus pantallas.