Este es un artículo que hubiera podido ahorrarme, porque, al fin y al cabo, la partida ya está prácticamente acabada y no precisamente como lo explicaré aquí. Pero he decidido escribirlo como un ejercicio de racionalidad política. Las buenas ideas, como las cosas buenas en la vida, no siempre arraigan en la política. Y mucho menos en Cataluña, donde el sectarismo está destruyendo la ilusión que alimentó una década de movilizaciones por la independencia. A riesgo de parecer ingenuo, intentaré argumentar por qué creo que Junts debería haber aprobado los presupuestos. Ciertamente, si yo fuera miembro de la dirección de Junts, habría hecho lo imposible por negociar con Esquerra los presupuestos de la Generalitat de Catalunya. Soy consciente de que para negociar lo que sea, ambas partes deben estar dispuestas. Esquerra no lo ha hecho (quince reuniones con el PSC y tres con Junts), pero tampoco es necesario ocultar que, desde el principio, Junts ha dudado sobre si debía negociar con Esquerra por un cálculo también partidista.
Era necesario aprobar los presupuestos, no porque, nominalmente, y a precios corrientes, sean los más expansivos de la historia, como presume la consejera del ramo. Mi optimismo es, en este sentido, bastante moderado. Me fío de los buenos economistas que no tienen dependencias políticas, y la mayoría señala que si lo analizamos a precios constantes y en términos per cápita, la expansión es relativa, sobre todo comparado con el presupuesto que se aprobó en 2010, cuando la crisis financiera aún no había repercutido en el gasto público. Son, pues, los presupuestos más expansivos desde el impacto de la crisis financiera en las finanzas de la Generalitat, pero están un 16,5 % por debajo del máximo de catorce años atrás. Los políticos son, cada vez lo veo más claro, ciclotímicos, y pasan del pesimismo a la euforia —o viceversa— según les convenga una cosa u otra. El oportunismo, visto en positivo, es aquella política subordinada a las oportunidades o a las circunstancias, pero normalmente tiene un sentido negativo. La oportunidad de hacer las cosas bien se convierte entonces en una búsqueda ciega para obtener ganancias partidistas sin tener en cuenta el bien común. Sería necesario aprender a no retardar las cosas buenas.
La aprobación de los presupuestos en Cataluña es una necesidad. El gobierno minoritario de Esquerra está en crisis y su gestión es nefasta en casi todos los ámbitos. De algunas áreas no cabe hablar, pues, francamente, no hacen nada relevante. Otras, como el departamento de Acción Climática, Alimentación y Agenda Rural, se ven superadas por las circunstancias, incapaces de dar respuesta a las necesidades del país. La grave sequía está arruinando a los agricultores catalanes porque la agenda rural lleva tiempo siendo insignificante o marginal en las prioridades de este gobierno. No dudo de la buena voluntad del consejero David Mascort, a quien conozco desde la época en que, siendo secretario general de ese departamento, traspasó a la Escuela de Administración Pública (EAPC), cuando yo era el director, el Centro de Formación de Estudios Agrorurales (CFEA) para maximizar el impacto del servicio público sobre el mundo rural. Eran tiempos de ilusión soberanista y de ganas de crear un estado nuevo, diferente y eficiente. Su departamento y el mío llegaron a un acuerdo. El que entonces se denominaba departamento de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación, sin los remaches de cultura woke del nombre actual (que los agricultores han obligado a cambiar), y el departamento de Gobernación, Administraciones Públicas y Vivienda, que era un popurrí incomprensible, estaban repartidos entre dos de las muchas sensibilidades de Junts pel Sí y colaboraban. Además, la ilusión soberanista no era aún un pasado remoto. Existía un proyecto compartido y la paradoja es que, cuando el Govern está en manos de un único partido, Esquerra, la EAPC ha devuelto el CFEA a Acción Climática. Premonitorio. Una metáfora del fracaso.
Debatir con Esquerra el presupuesto habría evitado dos cosas: cederle el protagonismo al PSC y poder elaborar unos presupuestos con un poco más de ambición nacional
No digo que se pueda volver a la colaboración entre Junts y Esquerra de 2017, porque las estrategias de los dos partidos no tienen nada que ver. Tampoco la política de pactos. Lo acabamos de ver con el “cambio de cromos”, tan típico de los pactos del régimen del 78, mediante el cual Esquerra ha aprobado los presupuestos del Ayuntamiento de Barcelona, después de que Collboni estuviera flirteando con todos, engañando al sector nostálgico de Junts, y Salvador Illa ha pactado con el presidente Aragonès los de la Generalitat. Todo en orden, prefigurando cuál será el futuro si Esquerra, el PSC y los comunes pueden acordar formar un tercer tripartito. La agenda soberanista lleva tiempo sin contar para nada, a pesar de las declaraciones grandilocuentes del viceconsejero Sergi Sabrià sobre que “en ningún caso” Esquerra investirá presidente a Salvador Illa. No lo hará si el caso Koldo le salpica —y tiene todas las papeletas—, hasta el punto de inhabilitarlo políticamente. En caso contrario, como ya se ha encargado de recordarle Joan Tardà, jefe de los federalistas de Esquerra, este “en ningún caso” se convertirá en un “por nada del mundo” vamos a aliarnos con Junts, y por eso votaremos a Illa. Volveremos a la casilla de salida, cuando los celos políticos y una rivalidad desmesurada entre los dos partidos perjudican los anhelos de los votantes propios y el bienestar de la sociedad en general. Entonces nadie podrá protestar de que en España, como resalta un estudio del Centro de Investigación Pew, que no hace diferencias “regionales” en un mismo estado, el 85 % de los ciudadanos consideren que a los políticos no les importan las necesidades ni las opiniones de la gente. España es el estado con el descontento más alto entre los veinticuatro que han participado en el estudio. Me atrevo a aventurar de que, en Cataluña, el descontento de los independentistas respecto de sus líderes políticos ampliaría aún más los resultados negativos de la muestra. Un panorama aterrador.
Por lo tanto, negociar el presupuesto con Esquerra debería haber sido una prioridad, sin caer en improvisaciones de última hora, por muy justas que sean, como suprimir el impuesto de sucesiones. Solo en el marco de un acuerdo global se podía plantear algo así. Proponerlo de manera aislada, como si fuera el gran obstáculo para llegar a un acuerdo, solo reafirma el relato de que Junts es un partido de derechas. Contrariamente a lo que piensan algunos dirigentes de Junts, haberse remangado y debatir con Esquerra el presupuesto habría evitado dos cosas. La primera, cederle el protagonismo al PSC, y, la segunda, poder elaborar unos presupuestos con un poco más de ambición nacional. Un gobierno independentista debe ser independentista, incluso cuando se ve obligado a gestionar una autonomía deficiente. Es como actúan el SNP o el Sinn Féin. Cualquier independentista sabe que si apruebas el presupuesto con un partido que gobierna en España, lo primero que hará es obviar el déficit fiscal, pieza clave en la denuncia soberanista. El PSOE se niega a publicar los balances fiscales, y el PSC no se lo exige, porque sabe lo que comportaría hacerlo. Un presupuesto soberanista, aprobado por partidos soberanistas, además de ser expansivo, también debe ser reivindicativo. Luchar y gobernar no son incompatibles. El problema es que Esquerra ha abandonado la lucha y Junts, que no lo ha hecho, a sabiendas de que sería el partido acosado por el establishment, necesita recuperar el músculo de la gobernabilidad. Si un gobierno independentista no sirve ni siquiera para denunciar el agravio y demostrarlo en cada partida presupuestaria, entonces ya no sirve para nada. La mala gestión y la estulticia abocan al desastre. Abonan el desencanto.
Ahora los de Junts tienen poco margen para negociar nada. Supongo que, como siempre, esperarán a que los comunes se traguen el sapo del Hard Rock, que será así, no me cabe duda, y que voten a todo correr el presupuesto. El sector más estratégico de Junts reclama, en voz baja, ceder dos votos al gobierno, o uno, pues la recién expulsada Cristina Casol está dispuesta a votar el presupuesto (¡lo veis cómo no era tan mala!), para llegar a los 68 necesarios y salir de la irrelevancia en Cataluña. Esto hoy es una fantasía. Lo que desea la dirección de Junts es que cuaje el tripartito para presentarse como única alternativa. Puede que esta hubiera sido una buena solución en otro tiempo. En la actual coyuntura me parece una operación de riesgo.
En el debate de los presupuestos, Junts ha perdido la oportunidad, en el sentido positivo de la palabra, es decir, la ocasión, de influir sobre el gobierno de Cataluña y lanzar un mensaje reconfortante a su gente. De la misma manera que Junts condiciona el gobierno del estado con siete votos que resultan imprescindibles, los 31 que ahora tiene en el Parlamento deberían servir para algo. Yo, que jamás fui pujolista, recuerdo dos lemas electorales de CiU del año 1999, cuando nadie hablaba de Trump y esta reivindicación todavía no parecía sospechosa, que calaron hondo. Además, presentó la campaña Pere Esteve, el secretario general de CDC que acabaría pasándose a Esquerra e investido consejero del primer tripartito de 2003: “Catalunya, primer” y “A Catalunya, primer les persones”. Del pujolismo, aunque en aquel momento ya había entrado en decadencia como consecuencia de la mala política de pactos, es mejor reivindicar eso, genuinamente soberanista, que las corruptelas de los Pujol y de CDC.