Hay contradicciones que no se pueden resolver sin una pérdida material y que tampoco se pueden gestionar sin un desangramiento del alma. La democracia española vive una de estas contradicciones. Sólo las mentalidades destruidas por el miedo y por el fascismo pueden creer de buena fe que todos los discursos y todos valores se pueden armonizar.
Con la caída de Rajoy, ha desaparecido el último baluarte de ingenuidad capaz de mantener la ocupación de Catalunya a un precio razonable. Cuando Fernando Onega dice que el PP es un partido de votantes viejos olvida que son estos votantes, marcados por la guerra y por la dictadura, los que han mantenido el sueño de la democracia española.
Los últimos años, la unidad de España ha dejado de ser un sueño democrático para convertirse en un negocio. La política española ha quedado en manos de un grupo de chicos ambiciosos y poco vertebrados en que se piensan que podrán hablar eternamente de democracia y al mismo tiempo oponerse al derecho a la autodeterminación de Catalunya.
Las actitudes del procesismo catalán, que quería hacer la independencia con todas las ventajas de pertenecer en España, han sido adoptadas por la nueva democracia liderada por Felipe VI. Los niños de Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera conectan con los chicos de PDeCAT y ERC con el hecho de que no tienen ninguna idea de grandeza, que son incapaces de ver más allá de sus intereses personales.
Una vez dimitido Rajoy, España y Catalunya han quedado en manos de Alí Babà y los 40 ladrones. Ya tiene gracia que la corrupción haya apartado el único partido político español que tiene una idea de país superior a las mierdas personales de sus dirigentes. Catalunya y España no habían sido nunca tan empatadas.
La operación de cirugía estética puesta en marcha por el Estado, a través de Pedro Sánchez, no pasará de tener unos resultados epidérmicos, como ya se vio con Zapatero. En Europa, la opinión publica no girará a favor del Estado español por muchos gais, muchas mujeres, muchos inmigrantes y muchos catalanes unionistas que el gobierno ponga sobre el escenario.
El Estado ha puesto Sánchez para presentar una cara amable que limpie la mala imagen que España ha dado en el mundo, y también que ayude a los líderes procesistas a justificar su retirada. Por suerte, el cráter radiactivo que la confesión de Jordi Pujol dejó en la política catalana antes del 9-N no es nada comparado con el agujero negro que la autodeterminación abrió en España el día 1 de octubre.
El pueblo catalán ha ganado un referéndum de autodeterminación contra su propia clase dirigente, que tenía una agenda paralela, como se puede ver cada día. En el fondo, Catalunya está casi tan cerca de la independencia como el día siguiente del referéndum. Tanto es así, que mientras los tribunales belgas llaman a declarar al juez Llarena, la justicia española, cada día más autártica, se niega a cursar el orden.
Para ser libre, Catalunya necesita sacarse de encima a los políticos que trafican sin escrúpulos con los sentimientos, como hace el presidente Torra, con el apoyo entusiasta de Arrimadas y sus pequeños quijotes. Si por Torra fuera, no se habría llegado al 9-N con una pregunta específica sobre la independencia. No se puede decir que sea presidente por casualidad.
La partida ganará interés cuando el país eleve a los dirigentes que hicieron posible el 1 de octubre desde fuera las instituciones. A medio plazo, España se encamina hacia una dictadura militar o hacia el reconocimiento de la independencia de Catalunya. La mayoría de polluelos que comen de la política no se lo pueden ni imaginar porque viven en una especie de presente continuo donde los actos no se proyectan al futuro ni tienen consecuencias.