Hace ahora 375 años que se proclamó la Primera República Catalana. Una efeméride que transcurre ignorada, oculta por la resaca de los fastos del Tricentenari de 1714. Las instituciones catalanas proclamaron una DUI con música barroca de fondo. Una República que surgió en medio de un escenario convulso y que tuvo una existencia efímera. El tiempo que tardaron sus enemigos -que estaban dentro y fuera- en envenenar a su presidente. Con la muerte de Pau Claris se acabó el sueño de convertir a Catalunya en la Holanda del Mediterráneo. Pero durante cuarenta días de 1641, Catalunya fue un nuevo Estado de Europa.
Europa siempre ha tenido vocación de existir. Francia y España rivalizaban para liderar un proyecto europeo adaptado a la época. Sus Estados se organizaban de una manera que inspira a la actual Unión Europea. Catalunya era un Estado que formaba parte del edificio imperial de los felipes hispánicos, en la medida en que hoy España lo es del edificio económico de frau Merkel. Lo que sí que existían eran las crisis. El Antiguo Régimen, que es lo mismo que decir la Europa dominada por los luíses franceses tocados con pelucas imposibles y los felipes españoles vestidos de luto riguroso, fabricó crisis terribles. Y Pau Claris soñaba un Brexit para escapar de la crisis.
En Catalunya, las cosas –y las crisis- llegan y se adaptan a unos esquemas preexistentes, y acaban estallando en una mezcla de matices propios y adquiridos. Los catalanes somos muy mediterráneos. Prisioneros de una estética elevada a la categoría de virtud. La ambivalencia: el seny y la rauxa, algo así como el juicio y el arrebato, la devoción por el trabajo y el carro barranco abajo, la sacralización de la paz y, en otros tiempos, la seducción por la violencia. La Revolución de 1640 y la República de 1641, son dos buenos ejemplos. Son la respuesta genuinamente catalana a la crisis general que azotaba a la Europa de los luíses y los felipes.
Las dos burbujas de 1640
La revolución que precedió la República se fabricó sobre una crisis que había conmocionado a aquella sociedad próspera de pequeños campesinos libres y pequeños artesanos independientes. El equivalente a las clases medias de las sociedades posindustriales. Al margen de las causas más conocidas, concurrieron dos fenómenos muy particulares y poco divulgados: una burbuja inmobiliaria y una burbuja alimenticia que contenían todos los elementos de la estética catalana. La República, en cambio, se construyó con el propósito de acompañar a la revolución. De recuperar el seny y abandonar la rauxa.
El sueño de las clases medias postindustriales (casa en propiedad, coche en la puerta y trabajo estable que permita pagar la hipoteca y las vacaciones) tenía su equivalencia, salvando las distancias, con la ambición del campesinado emprendedor de raíz jornalera y desclasada. Los campesinos catalanes de 1500 y de 1600 (las ¾ partes de la población del país) se lanzaron a la compra (o al alquiler perpetuo) de la tierra que trabajaban. El contexto era muy favorable. La población del país (y naturalmente la demanda de productos agrarios) crecían a un gran ritmo. Y el precio de la tierra, también. Era una inversión segura. Se confiaron y se endeudaron. Hasta las cejas.
Corrupción e indignados
La corrupción, que suele ser hija de la bonanza y madre de la crisis, se instaló en el sistema. El globo reventó cuando los intermediarios de cereales -en connivencia con elementos destacados del poder- se apoderaron de los mercados. Fijaban precios y condiciones, al productor y al consumidor. La oficina del virrey se convirtió en un cubil de traficantes de alimentos donde se decidía qué ciudades serían abastecidas de trigo (porque se doblegaban a las condiciones de los especuladores) y cuáles otras pasarían hambre (porque no tenían recursos suficientes para ceder al chantaje). La corrupción precipitó la caída del sector agrario, motor económico del país.
Y la revolución, que es la expresión dramática del sueño de las clases populares, se materializó en la eclosión de un gran movimiento que era la suma de los indignados por los desahucios agrarios, por la fiscalidad abusiva, por los abusos de los militares, por las levas forzosas, por la guerra impuesta y por la tierra maltratada. “El dramático arrebato” que se revelaba contra un paisaje apestado por la corrupción y oscurecido por la violencia.
¿Quién envenenó a Pau Claris?
En este gran ejercicio de profilaxis cobra protagonismo el acqua di Napoli, que –hay que aclararlo- no era un perfume. Era un potente veneno que causaba furor en las cancillerías de Europa, porque si bien presentaba una sintomatología característica, en cambio tenía la virtud de no dejar evidencias en el cadáver. No era la época del “dé un paso al lado, señor president,” y Pau Claris fue envenenado con acqua di Napoli, víctima de los enemigos del Brexit versión plaza Sant Jaume.
La opinión pública del momento responsabilizó a los agentes españoles. Pero lo cierto es que, acto seguido, el ejercido francés (llamado por el gobierno catalán para parar la amenaza militar española) ocupó el Principat que ya no era República. El dramático seny. Con la muerte de Claris, se liquidaba con un solo movimiento la República de los cuarenta días, la revolución que la había precedido y el sueño de convertir a Catalunya en la Holanda del Mediterráneo.