26 de julio de 1874. Carlos María de Borbón y Austria-Este (Carlos VII de España, en la nomenclatura carlista) firmaba en Lizarra (Navarra) el decreto de restitución de la Generalitat de Catalunya, institución secular de gobierno liquidada a sangre y fuego en 1714, 160 años antes, por su antepasado Felipe V, el primer Borbón hispánico. Este dato, el de la sangre y el fuego, no pasó desapercibido en el texto preliminar que anticipaba los veinte artículos de la Carta de Reconstitución de los Fueros catalanes. Carlos María proclamó: "Intrépidos catalanes, aragoneses y valencianos; hace un siglo y medio que mi ilustre abuelo Felipe V creyó deber borrar vuestros fueros del libro de las Franquicias de la Patria. Lo que él os quitó como Rey, yo como Rey os lo devuelvo; que si fuisteis hostiles al fundador de mi dinastia, baluarte sois ahora de su legítimo descendiente".
La Generalitat carlista tuvo una existencia efímera (1874-1875) y un control relativo sobre el territorio (comarcas interiores y pirenaicas), pero revela la existencia de un sentimiento colectivo latente de recuperación y de ejercicio del autogobierno que, sorprendentemente, se había mantenido durante el siglo y medio de negación y de represión de la realidad nacional catalana. Los veinte artículos de la carta constitutiva que firmó Carlos María hacen continúa referencia a la dimensión nacional de Catalunya. El restablecimiento carlista de la Generalitat también pondría de relieve que la aspiración de autogobierno no era una cuestión exclusiva de los republicanos federalistas. La Generalitat carlista y sus dos presidentes, los generales carlistas Tristany y Savall, es un capítulo importante de nuestra historia reciente que contribuye, también, a explicar la Catalunya actual.
La España atávica y eterna
Para entender aquella restitución hay que situarse en el contexto social, político y económico del momento. En 1874 el Estado español estaba sumido en su enésima crisis coyuntural. El general Prim, la gran esperanza de los progresistas, había sido asesinado cuatro años antes (1870) en una conspiración de estado que implicaba, incluso, los a los Borbones. El rey Amadeo I, de la casa de Saboya, traído por Prim (1870) desde el civilizado Piamonte para modernizar y prestigiar la apolillada y corrupta institución monárquica hispánica, renunció a la corona pasados solo tres años (1873). De hecho, lo dejó después de salvar la vida en unos cuantos intentos de asesinato y después, también, de comprobar que el espíritu de la regente María Cristina de Borbón, implicada en un escándalo de tráfico ilegal de esclavos, aunque ya estaba muerta, era invencible.
La Primera República española (1873-1874), la esperanza exitosa de los progresistas que habían evolucionado hacia el republicanismo y el federalismo, tampoco se revelaría capaz de resolver las grandes cuestiones que carcomían la España borbónica del XIX: los pronunciamientos militares recurrentes y el caciquismo político y económico. De hecho sería el general Martínez Campos, que se había ganado los galones de la pechera masacrando a los independentistas cubanos y los federalistas valencianos, quien, con un golpe de estado militar, hundiría a la Primera República. Detrás del sable sangriento de Martínez Campos llegaría, desde el exilio de París, Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II y nieto de la corrupta María Cristina, para recuperar el espíritu, el estilo y las formas que ni el general Prim, ni el rey Amadeo, ni los presidentes Figueras y Pi i Margall habían conseguido desterrar.
Carlismo y foralismo
Durante el convulso reinado de Amadeo I estalló la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). Como había pasado en el conflicto anterior (1846-1849), Catalunya se convirtió en el primer y principal escenario de guerra. El 6 de abril de 1872 el presidente del Gobierno Práxedes Mateo Sagasta firmaba la orden de excarcelación del dirigente carlista Joan Castells i Rossell, conocido popularmente como el grabado de Àger por las secuelas que le había dejado en la cara una viruela infantil. Una vez excarcelado, Castells, que tardó tres días en formar una importante partida de hombres dispuestos a reavivar la revuelta de 1846-1849, puso sobre la mesa la sospecha de que el gobierno del liberal Sagasta maniobraba con el propósito de precipitar la abdicación de Amadeo I. La partida de Castells mantendría una activa campaña el verano de 1872, que desembocaría, a finales del año, en la declaración del conflicto.
El tercer levantamiento carlista quedó muy limitado a Catalunya, Aragón, el País Valencià, Navarra y el País Vasco. Un mapa político de España del año 1850, elaborado entre la Segunda y la Tercera Guerra Carlista y que se conserva en la Biblioteca Nacional de España, separa, clara y reveladoramente, estos territorios del resto del Estado español y los agrupa en dos bloques: los países de la antigua Corona de Aragón (que denomina "España incorporada o asimilada" y los territorios del reino alto-medieval de Navarra (que denomina "España foral"). Lo que este mapa nos revela, sobre todo, es lo que Carlos Maria y su Consejo de Estado vieron como una realidad larvada por la represión y, sobre todo, como una gran oportunidad para reforzar ideológicamente y ampliar sociológicamente su causa.
La "Generalitat de guerra"
Sin embargo, las fuentes nos revelan que en aquel Consejo de Estado carlista no había un consenso absoluto en esta cuestión. Según el historiador coetáneo Antonio Pirala, que había sido secretario civil del rey Amadeo I, el intercambio epistolar entre los prohombres carlistas Hermengildo Díaz de Cevallos y Joaquín Elio y Ezpeleta muestra ciertas discrepancias. El partido de Cevallos, formado por andaluces y castellanos, consideraba la medida una amenaza a la unidad de España, mientras que el de Elio, integrado por vascos, navarros, catalanes y aragoneses, lo interpretaba como una gran oportunidad no tan solo para ganar adeptos a la causa, sino también para redibujar el mapa de España con criterios históricos, sociológicos, políticos y culturales. Finalmente se impondría el partido foralista, por cuestiones relacionadas básicamente con la estrategia de guerra y también, según las fuentes documentales, por la decidida intervención de Carlos María a favor de este modelo político.
El 26 de julio de 1874, dos años después del inicio de las hostilidades, Carlos María firmaba el decreto de restitución de la Generalitat que, inicialmente, por las razones mencionadas se denominaría "Diputación de Guerra". Los generales Tristany, primero, y Savalls, después, serían sus presidentes. La sede de la Generalitat carlista fue establecida, inicialmente, en Sant Joan de les Abadesses (Ripollès), estratégicamente protegida por un amplio territorio dominado por los carlistas: la mitad norte del Principat. Posteriormente, con la pérdida progresiva de territorios, sería reubicada temporalmente en Vidrà (Osona). Y quedaría radicada definitivamente, hasta que desapareció con la derrota militar carlista, en La Seu d'Urgell. Sería en la capital del Alt Urgell donde se quedaría establecida durante más tiempo y donde desplegaría la mayor parte de su obra de gobierno.
¿Fuero o estatuto?
Pero lo que interesa es, precisamente, la capacidad de actuación de aquella Generalitat: su fuerza y su obra de gobierno. Y las fuentes documentales nos revelan que la Generalitat carlista fue reconstituida tal como había sido la institución hasta el 1714. El primer artículo del documento dice que Catalunya queda vinculada al conjunto de territorios hispánicos a través de un pacto de federación. El artículo tercero dice que el rey de la monarquía hispánica no será coronado conde de Barcelona, es decir, príncipe ('hombre principal') de Catalunya, si no ha jurado antes las Constituciones del país. El artículo once dice que los municipios se gobernarán de forma autónoma y singular de acuerdo con sus cartas municipales seculares. El artículo trece dice que todos los jueces y magistrados de la administración de justicia serán naturales del país, con el propósito de que la lengua catalana recupere la oficialidad.
Pero lo más sorprendente lo hallamos en los otros artículos del texto. Y así vemos, por ejemplo, el cuarto, que habla del Ejército Real de Catalunya, formado por oficiales y soldados del país, comandado en primera instancia por el presidente de la Generalitat, como comandante jefe, y por el rey de las Españas en última instancia, como el nexo que consagra la bilateralidad entre la corona y los países de su edificio político. O el artículo décimo, que habla de la Guardia Foral de Catalunya, el único cuerpo de policía del Principat, dirigido, exclusivamente, por el presidente de la Generalitat. O el artículo duodécimo, que encarga a la Generalitat la creación y el mantenimiento de un servicio postal, de una red vial, de una red hospitalaria y de una red penitenciaria. O el catorce, que habla de la creación de un sistema judicial catalán, propio e independiente, solo subordinado al rey.
Una apuesta valiente
La Generalitat de 1874 fue una apuesta valiente del carlismo tradicionalista que ni el progresista general Prim, ni el civilizado Amadeo I, ni la federalista Primera República fueron capaces de poner sobre el tablero político español. A pesar del tufo rancio que desprenden algunos detalles del articulado, nada le resta la valentía política y estratégica que pusieron de relieve sus redactores y sus valedores. Especialmente Carlos María. La derrota militar carlista en Catalunya, escenificada con la caída de La Seu d'Urgell en agosto de 1875 precisamente a manos de Martínez Campos, condenaría también un proyecto que, adaptado a la realidad social y política del momento, habría contribuido a anticipar la resolución de muchos conflictos que habían de asolar el Estado español y desangrar Catalunya.