El tratamiento mediático y político que se ha hecho de la pintoresca guerra de banderas que se vivió en el Vicente Calderón nos ha dado un buen ejemplo de cómo el relativismo ha ido limitando el espíritu democrático de las sociedades occidentales. Viendo cómo han reaccionado muchos políticos y opinadores es fácil de entender porque, tanto aquí como en los Estados Unidos, cada vez estamos más preocupados por la degradación de la cultura, la polarización ideológica y, en resumen, por la vulgarización del debate público.

Igual que ha pasado con las humanidades, la política y el periodismo se han convertido en actividades propagandísticas, antiliberales y mediocres. Cualquiera que quiera entender por qué Trump gana terreno en los Estados Unidos, por qué Austria se ha partido en dos mitades o por qué la pertinencia en la Unión Europea divide al Reino Unido, encontrará respuestas en la manera como los diarios, los políticos y las televisiones han tratado la guerra de banderas provocada por la señora Dancausa. 

Es curioso: la corrección política, que apareció para hermanar los estados más poderosos en torno a una jerarquía de valores que evitara otra guerra mundial, está llevando estos mismos estados al borde de la fractura interna. La táctica de alejar el pensamiento para ponerse la venda antes de la herida, ha tenido un efecto terrible. Un cuarto de siglo después de la caída del muro de Berlín, las democracias cada día están más desgastadas por los discursos populistas de izquierda y de derecha. 

El humanismo, entendido como una búsqueda permanente de la verdad y la justicia, no ha sido arrinconado como en los años treinta, pero ha sido secuestrado por un discurso moralista que sólo sirve para criminalizar y para indignarse en nombre de una secta. Los antiguos liberales, identificados con la libertad de pensamiento, hoy suelen ser matones de la ortodoxia, pendientes de recibir un contrato de la administración, o bien un cargo político o académico. A menudo gente que se autoproclama liberal lidera movimientos que abusan de las leyes y las constituciones para salirse con la suya.

Ni el humanismo ni el liberalismo que hicieron crecer la democracia se construyeron sobre datos estadísticos ni fórmulas cerradas, porque tenían como objetivo la aventura de ampliar el conocimiento y la libertad del hombre. Ahora los discursos de loro contra el imperialismo y el patriarcado también se encuentran en la derecha, convenientemente reformulados, igual de pretenciosos y victimistas. Como todo el mundo intenta ganar mintiendo, la retórica sube mientras que la realidad se estanca. En este panorama es natural que los tramposos creativos y narcisistas, tipo Donald Trump, tengan campo para correr.

La guerra de las banderas que vimos en el Vicente Calderón forma parte de este mismo clima de intransigencia soterrada por la corrección política, pero alimentada por el pensamiento relativista. Después de muchos años de combatir la intolerancia, vemos como paradójicamente la intolerancia aumenta a medida que más gente la criminaliza. Mientras que las viejas autoridades tratan de conservar en formol un mundo que ya no existe, los políticos jóvenes tienden a caer prisioneros de una jerga dogmática que no les deja desarrollar su pensamiento, ni su humanidad.

Es iluminador que un juez español tuviera que decir a Puigdemont y Ada Colau que se podían llevar esteladas al campo, cuando buena parte de la afición ya había decidido hacerlo. Si un juez te tiene que decir cuáles son tus derechos fundamentales, seguro que te los pisan una y otra vez. Es lamentable que Dancausa intentara vetar las estelades, pero todavía es más lamentable que Puigdemont y Ada Colau no reaccionaran diciendo que asistirían al partido con una bandera independentista cayera quien cayera. De la idea de llevar banderas escocesas más vale no hablar. El 9-N ya demostró que responder con sucedáneos cuando se amenazan los derechos fundamentales sólo cronifica o agrava los problemas.

Se pueden hacer las teorías que se quieran y se puede esconder la cabeza bajo el ala, pero la guerra de banderas que se vivió en el Vicente Calderón es una expresión más de la incapacidad de los partidos de dar salida a un conflicto político de manera justa y democrática. Los políticos de hoy tratan de hacerse pocas preguntas porque representan un papel previamente muy definido dentro del sistema. Si Pablo Iglesias y Alberto Garzón tienen posibilidades de hacer un buen papel en las próximas elecciones, es porque como mínimo saben quién es Kant y tienen un pensamiento propio.

Antes de ponerme a escribir, me he paseado por Twitter con la idea de ver qué habían dicho los políticos españoles sobre la emisión televisiva del partido. Estos días los jóvenes vicesecretarios del PP han estado muy ocupados haciendo campaña contra Nicolás Maduro, mientras los ministros Margallo y Ana Pastor le hacían la pelota a Raúl Castro en Cuba. A propósito de unas declaraciones de Pablo Iglesias, Javier Maroto tuiteó el mismo día del partido: “Quiero seguir viviendo en un país donde haya medios de comunicación distintos, pero siempre LIBRES”. 

Alguien le tendría que decir que, por muchas mayúsculas que ponga, no viviremos en un país más libre, si no pone un poco de su parte.