Cuando empecé a escribir estas líneas mi amigo todavía estaba vivo. Ahora, os tendré que hablar en tiempo pasado, un pretérito que detesto. Él ya no me reconocía pero su cuerpo de 78 años seguía anclado en este mundo. Su cabeza, desgraciadamente, hacía años que se había ido, pero no lo bastante lejos como para que no le llegaran algunos recuerdos a través de la música. Mi amigo, antes de que la enfermedad se le llevara la memoria como una riada se lleva todo aquello que encuentra cerca, me hizo ir un día a su casa, en Deltebre, para cantarme una canción que él recordaba de cuando era mozalbete. Se lamaba "Les festes de Buda", y fue compuesta en 1948 por el maestro Itarte, de su mismo pueblo.
Hace tiempo Joan y yo habíamos paseado juntos por la isla de Buda, trozo del tierra rodeado de mar y río, allí donde el delta del Ebro, triángulo verde y azul, ya se funde con el Mediterráneo. Él me la hizo conocer por primera vez y me hizo de guía, ya que de pequeño se había criado allí y después pasó en la isla tantos ratos como pudo. Incluso escribió un libro. Las enormes albercas –los calaixos–, el arroz sereno, la gente arraigada, el agua en las rodillas, los imponentes eucaliptos, la anguila ahumada. "Les entranyes de la pàtria abraçades pel gran riu", dice el primer verso de la canción. De hecho, la isla más grande de Catalunya, a pesar de pertenecer al término de Sant Jaume d'Enveja, llegó a tener bastantes habitantes como para celebrar fiestas mayores propias y tener escuela aparte, para los hijos de los campesinos que trabajaban los arrozales. Con motivo, precisamente, de aquellas fiestas extraordinarias, se había creado la canción, a modo de himno.
Allí, en el piso de arriba de su casa, cerca del Ebro, me la cantó. Iba cerrando los ojos para buscar a oscuras aquel trozo de letra que sólo se encuentra a tientas en el cerebro. La registré con una grabadora de cassette (imaginaos si hace años) y, posteriormente, la arreglé y la incluí a mi repertorio para que no se perdiera esta parte de nuestra historia. A las presentaciones de su libro, yo lo acompañaba con la guitarra. Sin él, esta canción y las vivencias que representa y explica, se habría perdido.
Pronto no podremos ni volver a los lugares para recordar a las personas porque los lugares no existirán
Últimamente, ya casi no se podía mover y se pasaba los días como un pajarito, con los ojos cerrados, dentro en el nido. Descubrimos que se emocionaba cuando escuchaba música con auriculares. Era de una enorme sabiduría tierna. Los últimos días, ya en el hospital, estaba todavía más adormecido que de costumbre y se movía muy poquito. Una tarde, sin embargo, hace cuatro días, le pusimos "Les festes de Buda". Enseguida abrió los ojos, intenso el gesto, mirada afectuosa. Reconoció la canción, mi voz, su querida isla. Después, se le cerraron los párpados y volvió a su mundo. Los expertos hablan de la memoria olfativa como la última que los humanos perdemos. También la memoria musical es un misterio. El cabe puede haberse ido muy lejos pero al oler u oír una canción amada, el cerebro –y el corazón– retornan por unos instantes al tiempo presente. Recuerdo ahora las meriendas con Neus Català, en El Priorat. En las postrimerías de su vida tenía alguna laguna de memoria pero se la sabía entera –y la cantábamos juntas– l'"Emigrant". Su cuerpo de más de cien años todavía encontraba la lucecita dentro de la oscuridad del cerebro envejecido.
Dice el dicho que cada viejo que muere es una biblioteca que quema. Cada vez que una persona mayor se va se lleva con ella una parte de nuestra crónica como pueblo, más todavía si la memoria le es secuestrada antes de tiempo por una enfermedad degenerativa. Se lleva un trozo del lugar de donde venimos, especialmente si aquel sitio y su tradicional manera de hacer también se está agotando. Un lugar que desaparece, metafórica y físicamente. La crisis climática está haciendo que el delta del Ebro se hunda una pizca más cada día y que la regresión se nos coma las playas y la isla de Buda que tanto amaba Joan se esté ahogando rápidamente. Este mundo físico que se hunde delante de nuestros ojos tiene también una vida detrás, al lado, una historia, una gente que le canta, que la vive. Estamos perdiendo un mundo que pronto no será ni de tierra, ni de barro y el agua, que es vida, traerá la muerte de un espacio que desaparece tristemente, sin querer. Por eso, cuando muere un amigo, lo lloramos a él y a la tierra que ya no es y que está dejando de ser. Pronto no podremos ni volver a los lugares para recordar a las personas porque los lugares no existirán. Y tendremos que reconstruir la vida de una tierra onírica sin el testimonio de los que ya nos la podrán explicar.