Hace un par de días recibí la llamada de un joven violoncelista que está haciendo un trabajo de investigación para el ESMUC sobre un discípulo de Enric Granados que se llamaba Silveri Fàbregas. Después de rascar en el árbol genealógico de su familia creyó que yo le podría explicar alguna cosa porque era tío de mi abuela Eulàlia.
Como ya tengo escrito, mi abuela paterna era hija de un capitán de barco muy severo, que utilizaba el puritanismo para desquitarse de los disgustos que le había dado la vida. Así como las historias sobre la familia de mi madre me han llegado con una cierta alegría y naturalidad, el mundo de la rama paterna es un laberinto misterioso y desatendido, lleno de sorpresas inconexas.
Cuando mi abuela se quedó viuda iba a su casa a comer para hacerle compañía y también para que me contara historias. Del Silveri Fàbregas me habló pocas veces, y siempre con aquella punta de desprecio, fruto de los complejos y la falta de imaginación, que la pequeña burguesía guardaba para las ovejas negras, y más si tenían aspiraciones artísticas.
Del tío abuelo Silveri, sabía que murió antes de la guerra, poco después de cancelar una audición de piano con sus alumnos, y que los diarios decían que era un músico muy perfeccionista. Ahora he sabido que tiene una entrada a la Wikipedia y que dos alumnos suyos, Mercè y Francesc Bierge, eran antepasados directos —originarios de Aragón— de mi mejor amiga.
También me he enterado de que difícilmente debió ser el cocainómano ojeroso y disoluto que yo me había imaginado cuándo mi abuela lo mencionaba y, añadía que, pobrecito, murió soltero y muy joven. Mi abuela era una gran abuela, pero la habían educado para temer a la cultura y para hacer de incubadora, y supongo que el franquismo acabó de poner una distancia demasiado grande entre los dos.
Otra cosa que sé es que la hermana del Silveri fue abandonada por el marido, que se fue a vivir a Filipinas. Mi abuela valoraba, con razón, que así como su padre había sido un lobo de mar riguroso y de palabra, este otro era un tarambana que se vestía con "camisas floreadas" y tenía una mujer en cada puerto.
Mi abuela tenía gracia para explicar historias trágicas mundanas. Eran las que mejor entendía y las únicas que, de hecho, le había sido autorizado de vivir en primera persona. Yo he podido leer las cartas que recibió de su primo cuando se marchó a las Filipinas para ir a vivir con su padre, huyendo de la FAI, en plena guerra civil.
La historia de este primo es tremenda. Después de sufrir las estrecheces que su padre le provocó abandonando a la familia, cuando se había establecido en Manila chocó con la Segunda Guerra Mundial. Los japoneses entraron en la isla y, en el momento que estaba a punto de ser evacuado, volvió atrás a buscar una maleta y los nipones lo quemaron vivo en una iglesia con otros europeos y americanos.
Explico esta historia porque pone en contexto la desconfianza que la vocación artística del tío abuelo debió generar en el entorno familiar de mi abuela y el olvido en que cayó. Una cosa es dedicarse a la cultura en una época de paz y de seguridad material, y otra hacerlo en un mundo violento como el de primeros de siglo XX, sin ni siquiera un ejército que te defienda.
Silveri Fàbregas vivía entre Barcelona y Masnou en una casa de la calle Sant Felip que lleva las iniciales SM en la fachada. Ahora veo que cuando murió, el verano de 1928, l'ABC publicó una nota que decía: "Ha fallecido esta mañana el músico compositor D. Silverio Fábregas Censat (sic). Era muy conocido del público barcelonés y su muerte ha sido sentidísima".
Mi abuela no me dijo nunca que el pueblo le dedicó una calle que todavía existe y que está bajo la plaza Once de Septiembre. El día del entierro, Conxita Badia cantó en honor suyo y después ofreció un recital en el Casino de la población, que entonces no era el cementerio que es ahora y donde me dicen que el tío abuelo había participado en conciertos espiritistas para invocar el alma de Enric Granados.
Badia fue la maestra de Montserrat Caballé y una de las cantantes más importantes de su época. En el fondo que dejó se conservan algunas partituras del tío abuelo, me cuenta al joven violoncelista. Este chico, que se llama Martí Buils, me ha explicado que se interesó por Silveri Fàbregas porque encontró una composición atribuida a Granados que es posible —y me pide que insista en el condicional— que fuera suya.
Aunque se relacionaba con la crema musical de Barcelona y del Masnou, que entonces era un centro cultural muy vivo —allí nació el fundador del Orfeón Catalán—, Silveri Fàbregas no era ningún genio. Aun así, dejó composiciones que Buils querría recuperar y que no encuentra. Por lo que sabemos, sus papeles quedaron en manos de una hija del pintor Aureli Tolosa, en que estaba casada con un hermano de mi abuela que se llamaba Agustí y que tenia el carácter agrio de su padre sin haber sido marinero.
Yo recuerdo a este hombre, ya muy mayor y ciego, escuchando música a oscuras en un piso precioso del Masnou, que entonces me parecía una cueva triste y malencòlica. Como hablaba inglés y había ganado dinero, su afición a la cultura era respetada en la familia. Sus hermanas lo adoraban como si fuera un Dios, con un temor reverencial y sin entenderlo.
Según me dice mi madre, este señor tenía una torre en Llavaneres con una buhardilla llena de cartas y de esbozos de artistas como Rusiñol y Casas, que se habían relacionado con el padre de su mujer. En principio las composiciones de Silveri Fàbregas deberían haber estado allí. Pero cuando este señor se quedó viudo, vendió la casa con todo lo que había dentro y se perdió la pista.
Escribo eso porque si alguien nos puede dar algún dato sobre la obra desconocida de Silveri Fàbregas, o sencillamente sobre su vida, mi amigo violoncelista y yo mismo le estaremos moooolt agradecidos.