Entramos en tu piso y todavía huele a ti. Ponemos la mesa y nos sobra un cubierto. Subimos al coche y tu asiento nos mira. Hacemos planes y te contamos. El vacío de una ausencia siempre se llena de recuerdos, que es lo que nos queda cuando lo físico se va y permanece la energía. Tenías 94 años y la mente abierta. Dentro de la antigüedad, eras moderna a tu manera. Nos hiciste de yaya sin tener nietos. De madre sin tener hijos. De tía porque lo eras. Con tantos sobrinos y resobrinos como hijos y nietos de tus hermanas. Con tantas sobrinas como amigas mías que te ahijabas. Siempre haciéndonos deliciosas cocas, tortillas de patata y arroz hervido. La padrineta universal. Me gusta ser tía porque te tenía de ejemplo.

Coleccionabas rosarios y respetabas a los ateos. Mucha curia debería aprender de ti. Tenías una conexión especial con Dios, que iba más allá de tu asistencia diaria a misa. Una fe irrompible que no te impedía ser comprensiva con todo y todo el mundo, aunque no comulgaras, nunca mejor dicho. Era como si tuvieras poderes, una magia, más allá de curas e iglesias. Ante una situación delicada siempre te pedíamos intercesión divina. Con tu plegaria o meditación nos ayudabas a aprobar exámenes, a encontrar objetos de valor perdidos, a salir de situaciones complicadas. Hacías que las cosas nos fueran bien a toda la familia. Lo dejábamos en tus manos y tu, tus conjuros, la providencia y tus velas, encontrábais una solución que no siempre tenía explicación mundana. Eras nuestra garantía de protección. Más te vale seguir siéndolo desde allí donde estés.

De las cuatro hermanas que erais, tú fuiste la única que cotizó. Trabajar lo hicisteis todas, por supuesto, aunque el patriarcado primero obligara a dos a abandonar el oficio al casarse y después a dedicar horas al hogar, aquel trabajo no remunerado. Y tú, la mayor, te quedaste soltera, feliz y libre, con un sueldo y cuidando de tus padres. Nunca supimos de ningún amor tuyo, pero solías decirme que estabas agradecida por no haber tenido marido: “¡con lo bien que estoy sola, solo faltaría! ¡Quita, quita!”. ¿Tu profesión? Modista. Primero en casa del sastre y después entregando media vida al ambulatorio de Ferreries. Elaborabas el uniforme de todo el personal. Tu sala de trabajo era también un confesionario, hablabas y escuchabas, y entre plancha y dedal, incluso cuidabas a hijos pequeños de enfermeras, como una guardería improvisada. Arreglabas tanto parches de ropa como trocitos de alma.

De pequeña pensaba que eras la tía rica porque por Navidad y Reyes tus regalos eran los más grandes y numerosos. Nada más lejos de la realidad. Simplemente fuiste un modelo de generosidad, sencillez, humildad. Te tocó prejubilarte cuando los padres—mis abuelos— envejecieron y enfermaron. El capitalismo que nos gobierna, en lugar de premiar tu entrega, te castigó con una reducción de pensión por no haber llegado hasta los 65 años (algún día tendremos que hablar de cómo la sociedad no solo descuida a los ancianos, sino que perjudica a los cuidadores, que con su dedicación liberan el sistema sanitario y nunca son lo suficientemente reconocidos). Sin embargo, cuando las cosas no me iban del todo bien económicamente hablando —que la música siempre es incierta—, me decías: “hijo mío, dispón de mi pobreza”.

Contigo se va también una manera de vivir y de entender el mundo. Como modista, arreglabas tanto parches de ropa como trocitos de alma. Tu bondad era innegociable

El cielo en el que tanto creías debe tener una habitación con tu nombre: tu bondad era innegociable. Una mujer como ya no quedan. Contigo se va también una manera de vivir y de entender el mundo. Una época que se nos desdibuja rápidamente ante nuestros ojos. Con ocho añitos, tu madre —la yaya Mercedes, llevas su nombre— te acostaba vestida y calzada por si sonaban las alarmas y teníais que escapar deprisa hacia el refugio antiaéreo, a esquivar las bombas franquistas que llovían durante la Batalla del Ebro. Parte de la infancia la viviste medio escondida en la montaña del Coll d'Alba, en una casita donde convivíais varias familias, amontonadas, refugiadas de la guerra. Pacías cabras y criabas a tus hermanas mientras el yayo luchaba en el frente. Por el referéndum del 1 de octubre de 2017 habíamos quedado en que te llevaría a votar, pero a mediodía me llamaste: “no vengas, hijo mío, que tengo miedo. Yo, todo esto, ya lo he vivido...”. Cuando venían elecciones, antes de escoger la papeleta me consultabas, para acabar diciendo: “Yo ya me marcho de este mundo. Votaré lo que tú quieras, que eres quien te quedas”.

“¡Si pudierais abrirme la cabeza y ver las ideas que tengo y las ganas de hacer cosas!”, me comentabas cuando te llevaba a pasear por la orilla del río y el mar de tu Delta querido. Aquellos arrozales que el yayo Ramón ayudó a forjar, con barro hasta las rodillas y la espalda agachada. Tú y yo, en la furgoneta camperizada. Un sombrero de paja, la lata de sidra bien fresquita y a vivir. A medida que pasaban aniversarios me comentabas: “creo que se equivocaron al manifestarme, no me creo que tenga tantos años!”. Y tú siempre escuchándonos a todos, a pesar de la sordera de la última etapa, y acompañada de mi madre y la tía Pili, tus queridas hermanas. El verano pasado todavía te bañabas en la piscina del Canalet —lo lago, como lo llamamos por aquí bajo—, aquel huerto, aquel trocito del suelo donde todos los primos nos hemos hecho grandes, aquel paraíso perdido de la infancia feliz.

Mientras te ibas y la cera de tu velita se consumía, los que estábamos en casa, al lado de tu cama, te cantamos el himno de la Cinta, la patrona de nuestra ciudad, que da nombre a la hermana que perdiste a tus 26 años, cuando ella tenía solo 23 y la arteria aorta le falló en una época en que la medicina no estaba tan avanzada. La tía que nunca pudimos conocer. Tu añorada Maria Cinta con quien ahora debes compartir habitación, al lado de tus padres, los yayos Ramon y Mercedes, y de las primitas. El hundimiento de tu puntal nos deja cojos y mustios. Triste rima. Cuidaremos tu legado y lo haremos crecer, como tú nos criaste a nosostros. Gracias, padrineta, seguro que me dejo cosas, pero ahora tú ya las sabes todas.