La semana pasada un amigo muy joven me llamó a propósito del artículo que publiqué sobre el Tinder y la pornografía. Me explicó una historia y me pasó un par de Tedtalks para corroborarla –para que no pensara que le faltaba un tornillo–.
Mi amigo hablaba de un compañero de la universidad que está suscrito a una web para follar, de estas que sirven para ir más al grano que el Tinder. Me decía que lo había visto quedar con varias chicas y que nunca remataba.
"A la hora de la verdad siempre encuentra una excusa –me contaba–. Además –añadía–, acostumbra a ser una excusa absurda, porque si conoces a una chica a través de una web pensada para follar, qué te importa si es inteligente o tonta, simpática o seca, mientras esté bien."
La tesis de mi amigo es que su compañero pasa demasiadas horas en Internet viendo pornografía y que eso le ha evaporado la libido. El caso le ha producido tanto impacto que él mismo, después de investigarlo un poco, ha dejado de desahogarse delante de la pantalla "más de un par de veces por semana".
Miré los Tedtalks y parece que la pornografía no sólo altera la vida sexual. El problema es que también reconfigura el cerebro –y en los nativos digitales, especialmente, de manera muy profunda–. Para resumirlo, hace que el córtex frontal de los hombres asocie el placer sexual con el ordenador –cuando en teoría debería empujarlos a hacer lo imposible por intimar con mujeres–.
Según explica Gary Wilson a The Great Porn Experiment, el sistema de gratificación del porno toca una pulsión tan básica que está destruyendo la virilidad de los jóvenes. El porno no tan sólo disminuye la calidad de las actuaciones masculinas en la cama. Además resta habilidades sociales a los hombres y capacidad de aprovechar la energía sexual para alcanzar objetivos que piden autocontrol y visión a largo plazo –les vuelve compulsivos, dispersos, poco empáticos y eyaculadores precoces, un desastre–.
La transformación de los chicos que dejan de consumir pornografía es tan radical que algunos expertos la describen como un "renacimiento". El hecho que los jóvenes sean más difíciles de recuperar que los adultos, pone de manifiesto la brecha generacional que ha abierto Internet y, sobre todo, la importancia que la memoria tiene en la manera como nos afecta el mundo, incluso desde un punto de vista biológico.
Si la pornografía puede cambiar la estructura del cerebro de los hombres, qué no puede hacer el discurso políticamente correcto con el sentimiento de identidad, que es otra pulsión fundamental del ser humano. Si las guerras del siglo XX estuvieron marcadas por la genética, y por eso hubo tanta sangre, las del siglo XXI estarán marcadas por la epigenética.
Para entender la batalla del Born o la indignación explosiva que mi último artículo produjo en muchos lectores españoles, hay que tener en cuenta las últimas revelaciones de la epigenética y la psicología. ¿Una vez descubierto que un colectivo se puede eliminar o esterilizar a través de la memoria y la cultura, quién quiere gastar dinero con balas o inyecciones?
La rabia con la cual algunos españoles me llaman racista está tan fijada en la memoria y en las experiencias de su pasado colectivo como el chorradismo de los catalanes que subliman su impotencia arrimándose a causas justas de todo el mundo, cuanto más perdidas y lejanas mejor.
Las violaciones masivas que los ejércitos invasores perpetraban para traumatizar a las mujeres de un país y acabar de someter a sus hombres, son una forma demasiado primaria de funcionar en pleno siglo XXI. Las guerras culturales permiten alcanzar el mismo efecto de manera más sutil y de momento más eficaz, porque no dejan pruebas ostentosas que se puedan recordar masivamente.
Ahora que se tiene constancia científica de que las experiencias del pasado dejan un poso en la biología de los descendientes, la política las utiliza de manera más o menos intuitiva o intencionada. Es curioso que estos cobardes que intentan aprovechar mis artículos para estigmatizar a Andrea Levy no se pregunten si no están siguiendo los patrones represores de su cultura por otros medios.
Una de las últimas sorpresas que se han llevado los científicos es que la interacción del hombre con su entorno condiciona la manera como el cuerpo interpreta su código genético. Autores como Nessa Carey o Richard C. Francis tienen libros que hablan del efecto que la Segunda Guerra Mundial ha tenido en la biología y el carácter de algunos colectivos y sus descendientes. Jerome Bruner ha explicado cómo la vida emocional de un colectivo se transmite a través de la cultura.
El otro día leía que Franco firmaba con una pluma estilográfica, creada por un independentista, que llevaba escondida una referencia esotérica a la corona de Aragón. Dudo de que Inés Arrimadas y los que insultan en su nombre se puedan hacer cargo de hasta qué punto este país ha luchado a escondidas, a través de esoterismos y señales de humo, para mantener la identidad y la esperanza de liberarse del yugo español. Tampoco los catalanes que criticaban a Laporta o a López Tena porque iban al grano y después votaron a Rossell o a Mas deben ser conscientes de que están programados para obedecer y para esconderse.
En vez de utilizar a mujeres como escudo humano y de chillar racista como antes chillaban otras cosas los que no habrían aceptado llamarse catalanes ni muertos, estaría bien que algunos indignados pensaran si consumir tanto sentimentalismo pornográfico y tanto discurso políticamente correcto beneficia a su libertad y a su inteligencia.
El pasado se supera afrontando el dolor, no enterrándolo con palabras prohibidas y postales televisivas de catástrofes humanitarias. Y como decía Karl Marx, que no es santo de mi devoción, Dixi et salvavi animam meam.