Cuando se hizo oscuro, el martes pasado, pasaban tres minutos de las siete de la tarde y el marcador del Estadio Olímpico Lluís Companys anunciaba que estábamos en el minuto 14 de juego. De repente, sin embargo, el partido entre el Barça y el Benfica se detuvo con el 1-1 en el marcador. Mientras todos los jugadores corrían hacia los banquillos para beber agua y hablar con los entrenadores, en la gradería, medio desorientados, buena parte de la culerada no entendíamos qué demonios pasaba. Como el partido se había detenido, saqué el móvil para hacer una fotografía del fondo de pantalla entre azulado y gris que veía desde mi localidad, en la segunda gradería del Lateral, con un cielo tan metálico y frío como el cuchillo de un carnicero. En primer término, la puerta del maratón, con el escudo de la ciudad y el mítico reloj, y a su lado el pebetero, apagado pero momentáneamente erubescente; en vez de una llama encendida, encima tenía una nube pasajera, elegante como la humareda de un habano. Detrás suyo sacaban la cabeza las torres y la cúpula del Palau Nacional de Montjuïc, creando un skyline casi sorrentiniano. Todavía más atrás, al fondo de todo, el Tibidabo y la luz intermitente de la torre de Collserola.

Tal com ets, tal te vull, pensé por dentro mientras miraba la foto, pero mi digresión maragalliana en voz baja se vio interrumpida por la voz de mi vecino de asiento, un señor que llevaba una gorra de la Peña Barcelonista de Navarcles y comía cortezas de cerdo como un cerdo. Medio fastidiado, me explicó por fin qué estaba pasando: se ve que el árbitro había detenido el partido medio minuto a fin de que los jugadores musulmanes pudieran romper su ayuno. ¡Qué cojones!, me dijo antes de afirmar que en el mundo hay dos mil religiones y ninguna de ellas, que él sepa, detiene nunca un partido de fútbol. Le dije que es verdad: hay religiones que directamente detienen una competición entera, por eso no se juegan partidos de liga el día de Navidad. No sé si me oyó, sin embargo, ya que entonces, mientras miraba el móvil y movía pantalla abajo el dedo gordo como una butifarra, leyendo quien sabe qué diario me dijo que dicen que Lamine Yamal hace el ramadán y que el partido se ha detenido después del último rayo de sol del día. "El último rayo de sol del día", repitió con el sonsonete de quién se ríe de un cojo, aunque yo tampoco lo estaba oyendo como él quería, creo, y la frase me pareció tan rapsódica como un verso recitado por Ovidi Montllor.

Sin saberlo, resulta que la fotografía que había hecho medio minuto antes era la del último rayo de sol del día, sin rayo, sin sol y ya sin día, por eso no me molestó nada que veintidós hombres dejaran de correr detrás una pelota para que tres de ellos pudieran beber agua por primera vez aquel martes. Al contrario: lo encontré precioso. A la media parte, con el 3-1 en el marcador, fui fiel a mi tradición en días de partido y me dirigí a comprar cacahuetes. Mientras esperaba mi turno busqué en Google información sobre el ramadán del mejor jugador del mundo y me quedé de piedra al leer que Lamine Yamal nunca lo había llevado a cabo, pero que este año, con diecisiete años, es la primera vez que ha decidido seguirlo por un único motivo: una promesa a su abuela. Con mi merienda ya en las manos, absurdamente me di cuenta de que yo también creía en rituales, ya si había hecho cola durante diez minutos por unos frutos secos y una Coca-Cola es porque había una cosa que nunca faltaba a la mochila que mi abuelo primero, y mi padre después, llevaban encima cuando iban al Camp Nou: unos cacahuetes para la colación.

De vuelta a mi asiento, volví a girar la vista hacia la derecha cuando empezó la segunda parte, pero las torres y la cúpula del Palau Nacional ya no se veían. Tampoco el Tibidabo, en el fondo, donde una luz roja que parpadeaba, supongo, era la torre de Collserola. Como a los que estamos podridos de literatura nos pasan estas cosas, en vez de Maragall esta vez pensé en L’absència, aquel poema de Josep Carner que tiene la luz como protagonista ausente y el deseo en no estar solos cuando ya todo sea solo oscuridad. “Si cal que encara et vegi, lloc meu i fe primera,/ que sigui un dia de tardor i a seny d’estels..." dicen los primeros versos, para más adelante, en la segunda estrofa, rogar que "I en l'agombol del vespre, que alguna veu molt pura/ desgrani la tonada que el meu bressol oí". Pensé en él porque lo que sentí yo por primera vez en la cuna fue el Cant del Barça, supongo, la letra del cual me aprendí antes que el Padre Nuestro. Después, sí, también crecí oyendo como mi abuelo hablaba del viaje a Basilea el año 1979 como si fuera una peregrinación, o viendo cómo hacía ayuno cada vez que el Barça perdía.

Me pasé la segunda parte entera coreando cánticos como si estuviera en misa y dándome cuenta que lo que más me fascina de la fe, tenga el color que tenga, es que es irracional y misteriosa, pero a la vez nos aferramos a ella porque habla de unos valores, de una identidad o de unos rituales que nos ligan con aquello que nos ha hecho ser. O con aquello que queremos ser cuando ya no seamos nada. Por eso el poema de Carner no es un poema, sino una súplica. Seguramente una hora antes del partido no habría dicho nunca en la vida que aquellos versos pudieran tener relación con Lamine Yamal, pero inesperadamente me di cuenta de que la fe primera del mejor futbolista del mundo y la mía eran diferentes en la forma, pero idénticas en el fondo: él había decidido hacer el ramadán por su abuela, mientras que yo, en el amparo de la noche de un martes, estaba sentado en la localidad de un campo de fútbol comiendo cacahuetes por mi abuelo y mi padre. Es decir, por aquellas dos voces purísimas que ya no están, pero que me guiaron desde la cuna, quizás porque no hay ninguna fe más potente que esta: la de hacer las cosas por amor a los otros. Incluso, un ayuno. Incluso, un poema. Incluso, a veces, un artículo que nunca leerán.