Estos últimos días se ha puesto de moda abandonar la antigua red social Twitter, ahora llamada como Felipe González en los documentos secretos de los GAL. El noble ejercicio de decir adiós a X no solo se limita a largarse, sin embargo, sino sobre todo a hacer un tuit anunciándolo a bombo y platillo. Aparte, claro, de notificar al mismo tiempo la apertura de una cuenta a Bluesky, una red social idéntica y fundada por los creadores de Twitter. Hay gente que se ha marchado de X haciéndolo público con la altivez de un estudiante parado frente a los tanques chinos en la plaza de Tiananmen el año 1989 y la superioridad moral de quien se cree por encima del bien y el mal, pero por desgracia este deseo de éxodo digital no ha comportado abrir un melón mucho más necesario, según mi opinión: preguntarnos si quizás de dónde haría falta largarse es de Instagram.
No es que nadie haya abandonado Instagram, ciertamente, sino que directamente es una posibilidad que dudo de que se haya planteado alguien. La paradoja es que si ponemos X e Instagram en una balanza, creo que todos estaremos de acuerdo que claramente es mucho más tóxica y nociva la segunda red social. La primera es capaz de hacer caer gobiernos, verificar fake news o destapar casos de corrupción, mientras que la segunda permite descubrir batidos para tener buen tráfico intestinal, enterarte del restaurante japonés donde ha cenado aquella compañera de universidad a quién hace doce años que no preguntas "¿cómo estás?" o descubrir playas secretas que, gracias a la ubicación de Instagram, dejan de ser remotas.
No seré yo quien defienda a un malnacido como Elon Musk, pero como Mark Zuckerberg parece que es menos malnacido que el amigo de Donald Trump, también parece que nadie piense en abandonar una red social que genera una constante comparación social negativa. Si X es la barra de un bar donde todo el mundo se atreve a decir la suya, sea una opinión contundente o un chiste ingenioso, Instagram es más bien un escaparate en el cual aquello que triunfa es la ostentación de riqueza, la belleza de un cuerpo siempre normativo o, en definitiva, el éxito personal o empresarial de lo que sea. Mientras que el antiguo Twitter acostumbra a ser un lodazal en el cual brilla el realismo crudo, Instagram es justamente lo contrario: presenta un mundo falso y en el que solo se muestra aquello que al usuario le interesa posturear. En definitiva, Twitter caligrafia el mundo como un infierno, a menudo, pero Instagram peca de dibujarlo como un paraíso, y mientras tanto, nosotros, continuamos embobados en este purgatorio sin sentido.
Cansado de este juego perverso del cual un servidor también es esclavo, hace dos años decidí desinstalarme la aplicación de Twitter en el móvil y abandonar Instagram durante el mes de agosto, así la inmersión total en la vida eremita de un monje del siglo XVI sería más completa. En aquel momento, mi bienestar digital era de dos horas y media diarias mirando el móvil; más de noventa minutos en Twitter, y casi veinte minutos en Instagram. El objetivo de la desintoxicación digital era claro: comprobar si es posible vivir sin redes sociales en el siglo XXI y, sobre todo, aprovechar todo el tiempo que dedico al móvil para hacer otras cosas más útiles, sobre todo leer. Los primeros días fueron durísimos. Sudor frío, incontinencia de coger el móvil cada diez minutos y mirar lo que fuera, incluso webs defecales como la del diario As. Durante momentos, de hecho, me sentía como el protagonista de Trainspotting sufriendo el mono, pero sin bebés andando patas arriba del techo.
Mi metadona, aparte de la literatura, mis amigos del Pla y algunas hierbas naturales pero ilegales que van muy bien para el cuerpo, fue un plan infalible: marcharse de vacaciones a Croacia y no publicar ni una foto. De vuelta, un amigo de Mataró, un día que nos vimos, me preguntó si me habían ingresado en el hospital o algo. "Es que has desaparecido", dijo. Había desaparecido de Instagram, en efecto, y haciéndolo me di cuenta, desde la distancia, que se trata de un universo prescindible que no aporta nada, que es una guarida de salseo absurdo y que, en caso de ser una revista, sería el Pronto que leía mi abuela mientras se hacía la cabeza en la peluquería. Pero aquella desconexión radical, sin embargo, también me había permitido descubrir que Twitter puede ser un universo imprescindible lleno de talento, reflexión y que vendría a ser el mejor diario del mundo si el mejor diario del mundo tuviera por director a un chimpancé colocado de MDMA.
Treinta días después de todo, decidí que a Twitter volvería, pero con moderación y solo a través de mi tablet: veinte minutos por la mañana, mientras desayuno, y veinte minutos por la noche, antes de ir a dormir. Con Instagram, en cambio, a sabiendas que es una red social que solo sirve para mercadear con nuestra propia vida, decidí que solo me lo instalaría los viernes, que es el día que publico un post y un story replicando este artículo que estás leyendo. Así ha sido desde entonces, ya hace casi año y medio, y la verdad es que estoy muy satisfecho. Ahora leo más, por suerte, pero sé menos tonterías absurdas e innecesarias de los otros. Por suerte, también.