El otro día, después de que Elon Musk hiciera el saludo romano durante la investidura de Donald Trump, un colega dijo en un grupo de WhatsApp que seguir un minuto más en el antiguo Twitter era ser cómplice del neofascismo. "Al fascismo se le combate, yo ya me he chapado la cuenta, tios," escribió con la altivez de un soldado que vuelve tuerto de la guerra. La reacción no me sorprendió, ya que esta semana he visto a más de un tuitero exiliado en Bluesky hablando con desprecio de los que no abandonan X, casi como si, más que referirse a usuarios que tuitean un gol de Raphinha en el minuto 95, hablaran de un vecino de Treblinka que el año 1943 decidió mirar hacia otro lado ante la llegada diaria de trenes llenos de gente y una chimenea echando humo día y noche. No es lo mismo, lógicamente, pero el problema es que en el siglo XXI ya solo los militares o los narcotraficantes saben coger un fusil y disparar, por eso los antifascistas nos hemos acabado creyendo que hacerle boicot a un empresario nazi le provocará pesadillas, cuando en realidad nuestra rabieta son simples cosquillas para él.
Ya hace décadas que la realidad se ha convertido en un infierno para los idealistas, por eso con el idealismo ya no es suficiente para transformarla. Me di cuenta de ello hace muchos años, por suerte, cuando me saqué el carnet de conducir y estuve mucho a punto de comprarme un Ford Fiesta de segunda mano. "No te compres un Fiesta, tio, que Henry Ford era antisemita y su libro El judío internacional sirvió a Hitler de inspiración para escribir el Mein Kampf", me dijo entonces no sé quién. Un antifascista catalán no podía tener un Ford, pues, por eso decidí comprarme un Seat Ibiza fabricado a treinta kilómetros de casa. En aquellos tiempos ya era un firme defensor del quilometrozerismo, claro está, por eso jugaba orgullosamente a fútbol sala con unas Múnich Gresca hechas en Capellades y conducía una Derbi de 49 cc que todo el mundo decía que era de cani, pero que para mí era una bala roja contra el capitalismo, y no solo porque el modelo se llamara Red bullet. Un día, sin embargo, en un concierto, conocí a una chica que me dijo una de las frases más importantes que alguien me ha dicho en la vida: "somos animales hechos de contradicciones, también los antifas".
Fue en un Castanyada Rock, en Piera. Mientras tocaba KOP, entre la nube de humo de porro y el olor de cerveza sobre la pista de hockey, ella me había dicho que le gustaba el olor de mi perfume. "Es Hugo Boss, la botellita negra con letras rojas," le dije, pero entonces fue cuando me explicó que Boss había sido el creador de los uniformes de las SS durante la II Guerra Mundial. "Te pones una colonia creada por el sastre de los nazis, pero no pasa nada, el idealismo es una utopía poética", me dijo. Por suerte, mi marca de perfume no me estropeó la noche, pero confieso que me planteé comprar al día siguiente una colonia Puig, que como mínimo tienen una factoría en Vacarisses. No lo hice, sin embargo, y aquel fue el día que me liberé de la pureza ideológica, por eso durante una pila de años seguí perfumándome con Hugo Boss, al igual que seguí tomando Aspirina de la casa Bayer, bebiendo Fanta de limón o comiendo chocolate Nestlé, marcas todas ellas de corporaciones empresariales que durante el III Reich dieron apoyo explícito a Hitler.
Han pasado casi cien años de todo aquello y el brazo alzado del propietario de Twitter y Tesla en un acto público demuestra que nada ha cambiado, quizás porque lo que ha cambiado es la manera de hacer frente a ello, y mucho. Mientras hace un siglo había gente dispuesta a poner su vida en peligro para luchar contra la barbarie, la intolerancia y el menosprecio a las clases trabajadoras, hoy todavía hay muchos que se piensan que con simples gestos estériles destruirán el mal. Lo peor, además, es que somos tan esclavos de los símbolos que hay personas que han decidido abandonar X después del execrable gesto de Musk pero nadie, que yo sepa, se ha planteado desinstalar WhatsApp de su teléfono. La aplicación es de Meta, que no solo es propiedad de Mark Zuckerberg —sentado al lado de Musk en la toma de posesión del presidente Trump-, sino que, además, se trata de una empresa que hace una semana anunció que consideraba la homosexualidad una "enfermedad mental".
Por lo tanto, resulta que ahora una foto entre dos hombres haciéndose un beso ahora es denunciable en Instagram, pero todavía no he visto al The Guardian o La Vanguardia colgando un story afirmando que abandona la red social "en contra de la visión del mundo que tienen los creadores", como tampoco he recibido ningún SMS de alguien informándome que ha dejado WhatsApp porque no quiere contribuir ni un segundo más a la riqueza de un oligarca carca. Nadie me ha dicho que haya dejado de comprar en Amazon, aunque es sabido para todos que es el enemigo número 1 del comercio de proximidad, y de hecho tampoco nadie me ha comunicado que a partir de ahora ya no utilizará el móvil, alegando que las baterías de todos los aparatos que llevamos en el bolsillo provengan de la explotación ilegal e inhumana de unas minas de coltán, en el Congo, donde ojalá los trabajadores pudieran trabajar con unas condiciones laborales que no hicieran que Salvador Seguí, si alzara la cabeza, quisiera volver de golpe a la tumba.
Nuestros actos son nuestras consecuencias, pero vivimos atrapados en tantas contradicciones que escapar de ellas es, paradójicamente, un privilegio. Por eso, pensando en aquel Ibiza y aquella colonia Hugo Boss, cuando le respondí a mi colega por el chat si no sería coherente abandonar también WhatsApp, su respuesta fue la chispa de este artículo: "Si hombre, ¡no tener WhatsApp es como no existir!", dijo. Desgraciadamente, esta es la gran victoria del capitalismo: crearnos necesidades que no tendríamos que tener y hacernos creer que, sin ellas, estamos renunciando a tantas cosas que quizás podemos perder los amigos, la pareja o incluso el trabajo. O sea, escupirnos en la cara que no hay alternativa al mundo que vivimos, por eso vivir al margen se ha convertido en un lujo al alcance de muy pocos mientras el resto, como zombis alienados que han aceptado las paradojas de la vida moderna, nos conformamos con las victorias morales mientras somos incapaces de plantar cara de verdad a todo aquello que queremos derrotar.