El lunes, al borde de la medianoche, el TC, para los despistados, dio una lección de derecho de propiedad sobre el Estado: la Constitución no va más allá de ser un instrumento en poder de la derecha; de hecho, la democracia va poco más allá de ser una ilusión. Como jurista, cada vez que el TC dictamina sobre los aspectos basales del sistema, es como una patada al cielo del paladar del Derecho. El Estado se ha convertido, con no poca ayuda inconsciente de las izquierdas estatales, en una caja fuerte la llave de la cual la tiene la derecha más reaccionaria. Ahora no ventilemos si el artículo tal o cual de la Constitución o de cualquier ley orgánica se ha traspasado o se ha interpretado mal, es decir, en contra de los derechos fundamentales y de los principios democráticos. La cosa va mucho más allá: va de lucha por el poder y de dejar bien claro quién es el amo y señor del Estado y, de paso, dejar bien claro qué consecuencias enfrenta quien ose salir del corral llamado constitucional.
Dicho esto, no es menos cierto y es altamente necesario afrontar, con un mínimo de rigor jurídico, la argumentación puramente semántica y antinormativa, al más puro estilo lawfare, en lo que el TC, justo es reconocerlo, se ha demostrado un maestro.
Cinco, como mínimo, son según mi opinión las grandes trampas con las que el TC da gato por liebre. La primera es la relativa a la misma aceptación de la medida cautelarísima que trece diputados del PP le pedían. Cautelarísima quiere decir que se adopta sin escuchar a nadie, al entender que la petición del demandante es razonable; de no admitir su petición se produciría un daño irreversible en su patrimonio jurídico.
Por lo tanto, adoptar tal medida presupone que, en caso de no adoptarla, el mal alegato continuaría. Ahora bien, si el mal ya se ha consumado, no hay razón para decretar esta grave medida. El hecho de que el PP no pudiera debatir las enmiendas —ciertamente metidas en una reforma, entre otras cuestiones penales sin mucho cuidado— es una irregularidad. Pero a) las pudo votar —en contra— en el Congreso y b) ahora le queda todo el íter en el Senado.
Nada comparado con el fraude de la ley de los referéndums ilegales —la LO 20/2003— que no se pudo más que poder votar en el pleno del Senado. El TC, ocho años después (STC 119/2011), declaró que se vulneró el derecho de los diputados recurrentes. Ocho años. La sentencia que en casos como este dicta el TC es meramente declarativa —declara la inconstitucionalidad del comportamiento de la cámara—, pero no dicta —no puede dictar— ninguna otro fallo. El daño, de producirse, tuvo lugar y se consumó con el impedimento de la discusión, pero el resto del proceso legislativo es correcto y no se altera el sentido de ningún voto. Ejemplar no es, pero no es para declarar medida cautelar que no impide el daño o perjuicio —ya agotado—, sino la progresión de los trámites parlamentarios. Así pues, no estamos ante una medida cautelar, sino de una vulneración de la inviolabilidad parlamentaria, dado que el íter legislativo queda en suspensión.
Los diputados afectados han obrado con abierta mala fe, amparados por un TC convertido en auténtica terminal suya. En efecto, también se presentaron enmiendas al mismo tiempo que las que motivan la petición de amparo —las relativas a desbloquear los nombramientos de magistrados del TC—, para declarar inhábiles procesalmente los días desde el 24 de diciembre hasta el 6 de enero siguiente, ambos incluidos. Sobre esta enmienda la demanda pepera no dice ni mu. Lo cual demuestra la mala fe procesal, magnificada por el TC.
En efecto, el objeto real del recurso no es si ha habido bastante espacio para debatir en la Comisión de Justicia del Congreso, sino el tema de fondo: impedir romper la jaula en la cual la derecha reaccionaria y abiertamente inconstitucional había puesto, con su connivencia, los cargos judiciales y constitucionales pendientes de renovación, bloqueando el proceso constitucional de renovación.
La tercera muestra de lawfare la tenemos en que el TC no admite las recusaciones que propusieron otros grupos parlamentarios comparecidos delante de este, como el de Unidas-Podemos, de dos de los magistrados afectados por el proceso de renovación. Estos magistrados, al tener su cargo caducado e innovar la norma en trámite la forma de renovarlos, se ven afectados directamente y, por lo tanto, los invalida su imparcialidad tanto objetiva como subjetiva. Pues bien, el TC dicta que quien propone su recusación no es todavía parte procesal ante el TC —cosa discutible desde el sacrosanto principio pro actione— y, en consecuencia, su petición no puede ser atendida. Admitámoslo a título de hipótesis ultraformalista y pasemos por alto que se trata de lo que denominan un vicio de orden público.
Las causas de recusación, sin embargo, son las mismas que las de la abstención y el deber de abstención surge desde el momento que nace la causa que pone en cuestión la imparcialidad del juez. Nadie, absolutamente nadie, podrá decir que los magistrados recusados no están afectados por esta causa de abstención: tener interés directo o indirecto en el pleito. Por lo tanto, de acuerdo, inadmiten la recusación, pero había que proceder a la abstención.
Un argumento más. La urgencia. ¿Urgencia estando abierto como está el proceso legislativo? Hablar aquí de urgencia es una exageración sin más base que un voluntarismo favorecedor de una de las partes. Urgente no era pronunciarse sobre la pérdida de una votación entre muchas. Urgente era el pronunciamiento sobre la pérdida de la condición de diputado del canario Alberto Rodríguez, que todavía espera que se resuelva su petición de suspensión acordada por la presidenta del Congreso. Este doble rasero evidencia el nivel de juego sucio con el que se juega esta partida y esto no es más que el principio.
En efecto y en quinto lugar, se dan diez días para que comparezcan el Congreso y el Senado, con el fin de alegar y para que aporten copia certificada del expediente legislativo —expediente que el TC no ha visto todavía a pesar de suspender el trámite parlamentario. ¿Cuándo empiezan a contar los 10 días? Cuando se notifique, no como se ha hecho al publicar la parte dispositiva del auto, sino cuando se notifique toda ella. Eso puede tardar. En todo caso, para alegar habrá que saber, parece elemental desde la perspectiva del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, que el alegante tiene que tener a la vista, los motivos, el corpus, de la resolución sobre la cual alega. O sea que la cosa va para largo, para muy largo.
La herida constitucional al sistema —la enésima, porque en Catalunya ya hay bastantes antecedentes en los que la inviolabilidad parlamentaria es papel mojado— acentúa todavía más la incapacidad del régimen vigente en su propia regeneración, mediante flexibilizaciones, abandono de rigideces autoimpuestas y caminos de reforma. Estamos engullidos por un sistema que progresa con paso firme hacia su implosión que tendrá lugar en el momento menos pensado y, quizás, por una bagatela comparada con los abusos sufridos hasta ahora. El tema de la elección de los magistrados no parlamentarios del TC tiene una fácil y rápida solución: presentar una proposición de ley —no un proyecto de ley— como Dios manda y en febrero los que hace tiempo que tendrían que haberse ido a la calle en la calle estarían —con jugosas pensiones, todo sea dicho.
Sin embargo, la cuestión, por su gravedad, va más allá de una maniobra transitoria. El sistema está carcomido y no hay parche que lo arregle. Eso, gracias al TC, como miembro activo del partido judicial, la igualdad entre los españoles de corazón y de mala gana se ha extendido: ahora hay lawfare más allá del Maestrazgo. Todo lo que sea sospechoso de no ser constitucionalista à la Scarlatti lo pasará mal. Bueno, de hecho, algunos ya hace tiempo que lo tienen crudo. No olviden a Niemöller. Seguimos.