En la prensa habréis visto a menudo artículos titulados en forma de pregunta sobre una palabra que, en aquel momento, se ha puesto de moda pero que la mayoría de los lectores no tienen por qué saber. Por ejemplo, hace unas semanas veíamos "qué es una DANA, cómo se forma y qué efectos puede tener", o bien "qué es bluesky y por qué le puede hacer daño a X". Los medios de comunicación editados en Madrid han empezado a hacer artículos del mismo estilo preguntándose "qué es el lawfare"?. Cuando en Catalunya ya hace años que sabemos de sobra qué quiere decir este concepto de origen anglosajón, ahora un sector de la opinión pública española lo está descubriendo y, es más, empezando a creer que existe. El otro sector de la opinión pública española es el que lo practica.

Igual que con la revolución industrial, algunas expresiones culturales o el 3-4-3, Catalunya va unas cuantas pantallas más avanzadas que Madrid DF y mientras aquí ya se están archivando causas judiciales que nunca lo tendrían que haber sido, en la capital española justo ahora empieza el festival de querellas, declaraciones en el juzgado, imputaciones y filtraciones de documentos en la prensa. A Pedro Sánchez lo veremos imputado más temprano que tarde. La imputación concreta no se sabe, pero que acabará imputado sí. Es igual si después el caso por el que le abran causa acaba en nada, pero la maquinaria busca dos hechos: la imputación y que entre por la puerta del Tribunal Supremo a declarar. Lo más grave de todo es que en la capital española todo el mundo lo da por hecho, como un hecho natural que acabará pasando. El PP lo utilizará como arma nuclear para culminar el desgaste político y mediático del presidente español, mientras que el PSOE ya está trasladando la idea de que todo es un montaje para derrocar a Pedro Sánchez en los despachos y no en el congreso.

El lawfare funciona porque, además de quien le saca provecho, siempre hay un cómplice que lo alimenta

Ahora, pues, ya se ha empezado a normalizar que el engranaje judicial puede provocar casos ficticios, hacer acusaciones sin pruebas, magnificar imputaciones y hacer caer a quien haga falta. Esta fórmula de lawfare, que en Catalunya ya la conocemos, viene siempre acompañada por el estruendo mediático y la sobreactuación política. Cuando imputan a alguien que conviene imputar, sale lo urgente de la noticia en formato trepidante, muchos avisos en el móvil, emoticonos en rojo en las redes sociales e interrumpen los programas en la televisión y la radio para informar de la última hora. Y al cabo de muy poco, los adversarios políticos del imputado piden la dimisión si es que ocupa cargo público. Al día siguiente, en determinados medios, saldrán detalles morbosos de aquella imputación y continuarán las peticiones de cese. El partido político del imputado pedirá respeto por la presunción de inocencia y, como mucho, dirá que se tiene que dejar actuar a la justicia cuando es, precisamente, lo qué está haciendo. El lawfare funciona porque, además de quien le saca provecho, siempre hay un cómplice que lo alimenta.

Al cabo de unos meses es posible que las acusaciones se vayan desinflando, que las pruebas no sean tales y que la rapidez en las actuaciones se vaya transformando en una lentitud administrativa que solo sirve para alargar artificialmente la espada que pesa encima de los acusados. A los acusados del caso Volhov los empezaron a investigar en 2019, los detuvieron en 2020, no les han encontrado nada en cuatro años y hasta esta semana no se ha archivado la causa. Es más, en febrero de este año la misma Guardia Civil ya admitió que no tenía ninguna prueba. En estos 10 meses no solo no se ha cerrado la causa, sino que el juez Aguirre la intentó resucitar para atribuir alta traición en Carles Puigdemont y Artur Mas y así no aplicarles la amnistía. En este punto quizás hay que recordar que Aguirre llegó a decir que el independentismo había pactado con Rusia el envío de 10.000 soldados a Catalunya a cambio que Vladímir Putin tuviera un aliado en este punto del mediterráneo occidental.

El caso es que aunque ya se sabe que el funcionamiento es este, esta apariencia de legalidad (tan necesaria para el efecto final) hace que se siga cayendo constantemente en la trampa de dar credibilidad a la actuación judicial, poner metros de distancia con el acusado y sospechar que alguna cosa habrá hecho. La rueda sigue rodando y se sigue poniendo en duda al imputado antes que el juez. Y para que eso sea así, sigue siendo fundamental el papel de cómplice del político rival y el acompañamiento del estruendo mediático. Y este círculo vicioso solo se puede romper si a los tribunales se los aísla de aquello que realmente quieren hacer y que, por cierto, en cualquier otro país sería ilegal: de la política. Si se quiere que los efectos de este tipo de actuaciones queden sin efecto, se trata, lisa y llanamente, de no hacerles caso y actuar como si no existieran. Y por lo tanto, no contar con la toga como cómplice, excusa o aliada para objetivos políticos. Es decir, un cordón sanitario. Este es el poco respeto que han generado y el mal prestigio que tienen. Se lo han ganado a pulso: hacer un cordón sanitario a la judicatura española.