Cuesta mucho tomar una buena decisión si la decisión en cuestión tiene que ser tomada a la desesperada; la urgencia pasa por delante de lo óptimo, la necesidad por delante del bien y, a largo plazo, con la lucidez de la perspectiva, es posible que las consecuencias sean una absoluta catástrofe. El ambiente de emergencia nacional empapa de este sentido de urgencia nuestra idea de país. La conciencia de que estamos entre la espada y la pared agudiza el sentimiento de que Catalunya necesita ser salvada. Cargada por muchas generaciones, esta desazón identitaria es la chispa de una voluntad de ser que ha subsistido durante décadas y que asocia, irremediablemente, catalanidad con resistencia. Pero también es la raíz de una cadena de obsesiones que nos van a la contra, porque nos llevan a precipitarnos, a confundir deseo con realidad y a hacer pasar espejismo por victoria política cuando, en realidad, solo nos está distorsionando aún más el discernimiento. Desde este desespero, desde esta ansia asfixiante por ser liberados de nuestro yugo, proyectamos ilusiones y transformamos en héroe a cualquiera que nos haga sentir que la distancia entre la espada y la pared es más vasta de lo que aparentemente parece.

Catalunya quiere ídolos que la eleven y le hagan sentir que juega en el tablero del poder en la misma posición que el resto de naciones del mundo. Ocurre en el ámbito musical, en el ámbito literario, en el ámbito cinéfilo, en el ámbito gastronómico y en cualquier ámbito en el que el triunfo de un catalán sea susceptible de convertirse en un triunfo nacional en el imaginario colectivo. Necesitamos sentirnos orgullosos de nuestra identidad con la misma contundencia con la que sentimos que se nos pisa y que se nos menosprecia. Así, obviamos cómo la persona a quien ansiamos idolatrar brega con su catalanidad. Necesitamos sentirnos poderosos como si, aunque fuera por un breve instante, pudiéramos cambiar las dinámicas de poder que nos dominan solo por ser como somos. Con este afán basta para darnos gato por liebre a nosotros mismos, a ver si convencemos al gato y, al final, se compadece de nosotros y acaba metamorfoseando en liebre. Es lo que sucede con iconos como Rosalía, pero, en realidad, esta ansia traidora es la misma que nos hace caer en la trampa de las promesas de la izquierda española una y otra vez. Queremos con más fuerza que la opresión que sufrimos deje de existir por arte de magia que aceptar que existe y librarnos de ella. Enseguida nos precipitamos a pensar que las cosas son como deseamos porque pensamos que con la razón tenemos la fuerza de forzarlas, valga la redundancia. En estos términos, ser catalán es sinónimo de ser miope.

Si no somos capaces de entender que quien canta siempre en castellano —exceptuando una canción sobre dinero y una nota de voz de su abuela— no nos liberará de nada, es que no estamos donde tenemos que estar para romper la hipnosis de la sumisión

El elogio exagerado con el que construimos héroes es proporcional a la decepción cuando el explicitado hace bluf. He visto a las mejores voces de mi generación hacer artículos sobre los muslos de Rosalía y necesitar la bandera española —en forma de lacito— en la cara para darse cuenta de que el apoderamiento que alaban trabaja para el enemigo. Incluso los que son conscientes de la transversalidad con la que el conflicto nacional lo atraviesa todo, son susceptibles de dejarse llevarse por los cantos de sirena. "Es que ser catalán es muy cansado", dicen algunos. Pero la alternativa para dejar de andar cansado es hacerse español. "Es que los catalanes siempre estamos enfadados", dicen otros. Eso es lo que pasa cuando todo el marco cultural e intelectual está tejido de tal forma que alegría y jolgorio, triunfo y desacomplejamiento, libertad y poder sean siempre sinónimos de castellanidad. Es así como, poco a poco, confundimos identidad catalana con todos y cada uno de los rasgos identitarios que la ocupación española nos ha deformado para jugárselos a favor. Quien se traga estas preconcepciones —aunque sea en silencio— está condenado a sorprenderse cada vez que vea cómo una artista canta en la lengua de la nación con la que lleva atado el pelo.

Si no somos capaces de entender que quien canta siempre en castellano —exceptuando una canción sobre dinero y una nota de voz de su abuela— no nos liberará de nada, por más que la revistamos de poder, por más que nos provea de una sensación falsa de libertad, por más que estemos predispuestos a creernos que está poniendo a nuestro país en el mundo, es que no estamos donde tenemos que estar para romper la hipnosis de la sumisión. Es amargo tener que observarlo todo —también los referentes culturales— desde el prisma de la sospecha, pero, paradójicamente, la alternativa es interiorizar que ser catalán es sinónimo de estar amargado. Con el sentido de la urgencia rezumando y desesperados por deshacernos de este entramado en el que, hagamos lo que hagamos, lo más fácil siempre es desprenderse de la identidad, los héroes se nos derriten en las manos y nos revelan que la realidad siempre es más cruda que los deseos que hemos estado proyectando. La pregunta que debemos hacernos, a mi entender, es por qué nos resulta tan fácil entender que en la situación en la que estamos —de sustitución cultural y lingüística— cantar en catalán es político, y elegir hacerlo en castellano no lo es hasta que no se demuestre lo contrario. El lazo de Rosalía quizás no sea tan importante, pero la fórmula para lograr que, cuando aparezca, no nos sorprenda, es la misma que nos servirá para desprendernos de la idea de una España que no existe cuando vengan a tentarnos. Abrazar nuestra desdicha sin hipnosis, sin miopías y sin ilusiones fugaces que hurgan en nuestra sed de poder y libertad es el primer paso para librarnos de la desdicha.