Emmanuel Macron ha dado una lección de humildad a la política europea que nuestros partidos deberían hacer el esfuerzo de escuchar. Los discursos políticos —en Catalunya, y en buena parte del continente—, viven demasiado lejos del sentido común e incluso del mundo real. A la derecha y a la izquierda, los usufructuarios de las viejas ideologías del siglo pasado se han convertido en una losa y un peligro. Solo hay que ver las descalificaciones que cayeron sobre el presidente francés cuando osó convocar elecciones para saber qué apoyo tenía su política.

Como ya hace años que pasa en el estado español, en Europa los más demócratas a menudo no son los que hablan más de democracia. La propaganda ha secuestrado los debates hasta el punto que, arriba y abajo, en los despachos y en la calle, todo el mundo vive de fórmulas gastadas y solo ve los problemas cuando los tiene literalmente encima. Macron hizo lo único que podía hacer para proteger la poca legitimidad que le quedaba. Y, de momento, no solo ha ganado tiempo, también ha obligado a los políticos y a los votantes a moverse y a pensar sobre sus límites.

El presidente francés llegó al Elíseo como un hombre providencial que tenía que salvar a Francia, y el lío que tiene por delante puede parecer un fracaso, pero la historia no avanza nunca en línea recta y los mesías tampoco suelen durar mucho. Macron tiene una idea de Europa y de su país y mira de implementarla en un contexto de decadencia institucional aguda. La llamada ultraderecha, que no deja de ser la Francia tradicional de los pueblos y las iglesias, ha perdido todas las batallas desde el siglo XVIII. Pero los herederos de la Revolución Francesa también flaquean y pierden una sábana en cada colada.

Las soluciones estables tardarán mucho en llegar y los políticos y los profesionales de la moralina enlatada harían bien de acostumbrarse a ello

Como dice Pablo Iglesias, el alivio no va a durar mucho y esto ya es lo que conviene a Francia y a Europa. Las soluciones estables tardarán mucho en llegar y los políticos y los profesionales de la moralina enlatada harían bien de acostumbrarse a ello. Mientras no se consolide un nuevo orden mundial, los líderes del mundo democrático tendrán que aprender a navegar con una mano delante y otra detrás. El futuro es de los políticos con capacidad para remover las aguas estancadas y, sobre todo, con coraje para involucrar a los votantes en cambios lentos pero profundos.

Macron no ha salvado a Francia, pero ha golpeado los intereses de los sectores que, en toda Europa, intentan reducir la democracia a un teatrillo de partidos únicos, con el monopolio de una superioridad moral u otra. En Catalunya, la advertencia que Josep Rull hizo a Sílvia Orriols, después de escuchar su primer discurso en el Parlament, nos recuerda que los partidos del régimen de Vichy continúan atrincherados detrás de frases hechas putrefactas que solo sirven a sus intereses. Por más que la insulten, a Orriols le irá bien porque, igual que Macron o que Meloni, aguanta la presión y tiene una relación existencial con la política.

El presidente francés se ha dado cuenta a tiempo de que, para poder dejar alguna herencia positiva, necesita un mínimo de apoyo electoral, y hacer copartícipes a los franceses de sus prioridades y sus dramas. En Francia, como dice Enric Juliana, la República ha ganado a Vichy. En Catalunya, Vichy podría empezar a tambalearse si el PSC no es capaz de ofrecer un buen acuerdo a ERC y las bases del partido de Junqueras mandan al país a una repetición electoral. No es el fascismo ni la Rusia blanca lo que viene en Europa; es más bien el paternalismo y la fanfarronería con que los políticos y los partidos han intentado esconder sus fracasos, lo que empieza a caer.