Para entender el fondo de cualquier cosa hay que saber interpretar la forma. Especialmente en todo aquello que hace de expresión ritual de una idea, en todo aquello que se sirve de la pauta en el movimiento para rendir culto y enaltecer alguna cosa, entender cómo fondo y forma se explican el uno en el otro es determinante para no calificar según qué expresiones de ridículas. Es posible que la catedral de Westminster de Londres sea una de las catedrales con más afluencia de feligreses en la misa del domingo del mundo. Este segundo domingo de cuaresma, como mínimo, estaba llena hasta los topes. No había estado nunca en una misa "convencional" enteramente en otra lengua, pero no fue difícil de seguir: si dominas un poco el inglés y tienes la liturgia de la misa del domingo en la cabeza, enseguida deduces en qué punto se encuentra la celebración y, por lo tanto, cuál es la respuesta que hay que devolver. A base de repeticiones, el ritual se hace previsible, y la previsibilidad —que no le resta valor extraordinario— favorece el descanso y la posibilidad de acceder a la interioridad.

Entre aquellas paredes de la catedral inglesa dedicadas a los mártires católicos del siglo XVI, en un lugar del mundo donde mi confesión cristiana no es la mayoritaria, oyendo decir misa en una lengua que tampoco es la mía, la escrupulosidad de la liturgia fue esencial para que, aparte de sentirme interpelada y constatar de qué hablamos cuando hablamos de vocación universal, pudiera hacerme cargo de hasta qué punto es capital tener referentes sobre la forma para llegar al fondo. La misa de la catedral de Westminster se puede seguir prácticamente sin escuchar el hablar del cura. La gracia de atenderse a la liturgia y no modificarla a gusto personal, de hecho, es la de poder ir a cualquier iglesia —católica— del mundo y participar de la celebración sin la necesidad de entender la lengua en que el ritual se celebra: con la pauta en la cabeza es suficiente para orientarse. Si cogiéramos uno de los feligreses ingleses que eran en la catedral —acostumbrados a aquella minuciosidad litúrgica— y lo teletransportáramos a según qué misas de nuestro país, iría absolutamente desorientado.

Al salir de misa, en la calle había un desbarajuste considerable. En el palacio de Buckingham, que está cerca de la catedral, había habido el cambio de guardia. Llegué tarde, pero en el patio de Wellington Barracks todavía había movimiento. No entendí qué pasaba. Cada estado hace ir las conmemoraciones militares de una manera propia y destilada en sus tradiciones, pero en aquel contexto, servidora no tenía pauta —ni de fondo, ni de forma— más allá de una intuición basada en películas y en una cultura general delgaducha. Los catalanes de mi generación somos militarmente analfabetos por varios motivos: no hemos hecho la mili —pero hemos oído muchas historias truculentas como máquina de hacer nacionalistas—; la Guerra Civil y el franquismo culminan en una cultura sesentista de indefiniciones que todavía perdura; el ejército que por cuestiones políticas y geográficas nos es más "cercano" es el de la nación que nos ocupa y no es muy buen ejemplo de nada; no conocemos la historia militar de Catalunya y, además, la indefensión aprendida de la represión ha desembocado a asociar catalanidad y consignas vacías de paz. Escribo "vacías" no para que no se tenga que aspirar a la paz, sino que porque parten de la idea de que bramando por la paz puedes evitar, de sopetón, encontrarte en medio de una guerra. Y parten de la idea, al mismo tiempo, que decir eso es otorgar automáticamente un valor moral positivo a los conflictos bélicos y a la política de defensa y que, por lo tanto, decirlo es reprobable. Viniendo de aquí, la lógica era la de sentirse absolutamente desorientada delante de aquellos soldados.

Vamos sin pauta porque durante muchos años se ha confundido deseo con realidad

Todo este caldo de cultivo culmina en una visión ingenua del mundo y del poder. De hecho, escribo eso hoy porque aquel patio con aquellos soldados, su liturgia y mi incomprensión me parecieron una buena metáfora de la confusión que un catalán criado bajo el marco cultural que he descrito puede sentir delante del escenario geopolítico actual. Vamos sin pauta porque durante muchos años se ha confundido deseo con realidad: la manera como tendría que ser el mundo y la manera como, desgraciadamente o no, es. Sin conocimientos sobre el fondo, aquel ritual de soldados y medallas y bombines y gaitas se me hacía teatro. Sin poder identificar ningún punto en común con algún referente de forma propio, no podía acceder a aquello que pasaba en aquel patio. Leemos el mundo desde los ejes que atraviesan nuestra identidad, pero, con respecto a la nacionalidad —que en la mayoría de casos es el hueso de esta identidad—, el legado cultural que hemos recibido presenta carencias serias por causa de nuestra condición de nación ocupada.

En contraposición a mi catolicismo —que desde la liturgia compartida de la misa me permitiría orientarme sin tener que entender la lengua de la celebración en cualquier lugar del mundo, que me permite acceder a otras religiones y maneras de entender la espiritualidad desde la propia—, la cultura política asociada a la catalanidad, si no hago el esfuerzo de contestarla, no me permite, de entrada, entender los movimientos geopolíticos: no me permite entender los rituales del poder y del mundo. De hecho, la reacción inmediata al oír hablar de remilitarización o de Trump, Putin y Zelenski es bastante parecida a la de mirar el patio de Wellington Barracks sin pauta: "qué ridículo". Qué teatro. Y así, poco a poco, vamos perdiendo la capacidad de explicarnos, de construir un discurso realista de liberación nacional sin candideces, de romper con un marco cultural que bebe de un universalismo infantil, y de tener un prisma propio y actualizado de los conflictos bélicos que nos rodean y que pueden afectarnos. De hecho, perdemos la capacidad de avistar las causas y los efectos de nuestra cautividad. Los soldados que había en aquel patio escucharon el sermón de un cura, se marcharon para ir a homenajear el monumento a los caídos de la Segunda Guerra Mundial y se redirigieron a Buckingham para ser recibidos por el rey Carlos. Eran soldados irlandeses del ejército británico y al día siguiente era San Patricio. Tiene huevos. Evidentemente, todo eso me lo tuvieron que explicar para que pudiera entender el sentido.