El verano es una invención nefasta que sirve básicamente para tirar el tiempo de forma miserable. Ahora que no hay mucho que hacer, confieso que a menudo me entretengo zambulléndome en Instagram para ver en qué ocupa el descanso mi conciudadanía virtual. Ahí se encuentran aspectos de la vida auténticamente fascinantes. Lo primero que sorprende de las vacaciones ajenas es admirar como algunos colegas de profesión (que aprovechan cualquier situación para identificarse como "precarios") se cascan unos viajes de gran fasto. Parece imposible que gente con un discurso próximo a los homeless afectado de inanición puedan aparecer de repente en la pantalla en ubicaciones tan lejanas como Japón, Vietnam o alguna de esas islas paradisiacas donde Dios ha regado el agua con altas dosis de cloro. Debemos ser un país con los precarios más viajeros del mundo; de hecho, si tuviera su fijación por moverme por todo el planeta, abrazaría sin duda su condición misérrima.
A su vez, Instagram resulta una herramienta tremendamente útil para comprobar un fenómeno de cierta alarma: la mayoría de mis coetáneos (de mediana edad, aclaro) practican el arte de hacer vacaciones como si todavía tuvieran veinte años. Da cierto miedo ver a chavalotes con el pelo medio canoso viajando todavía con los colegas de insti o del trabajo hacia Menorca, con poses de guays en una cala embocando con ahínco una birra y —esto ya resulta dramático— asistiendo a festivales de música. Hijitos míos, yo ya entiendo que eso de hacerse mayor toca mucho la huevera y que renunciar al derecho de explayarse provoca mucho dolor de alma. Pero, así como todavía tenemos edad para ir a Londres a hacer rutas cocteleras y visitar museos altamente absurdos, eso de juntar a los amiguetes y a la chati para pasar el día en una cala haciendo el mongo ya no corresponde a nuestra liga. Tenemos edad de acumular hipotecas (o contratos precarios), pero el bote-bote, Oques Grasses y tal... creedme, ya no toca.
Helos aquí, dando por el saco a los autóctonos de todas las islas de Grecia o festejando el arte de la gentrificación en el rincón más aparentemente alejado de Formentera
Las vacaciones de Instagram, especialmente la de nuestros sapientísimos influencers, también son útiles a la hora de manifestar el arte de la coherencia; lo digo porque la mayoría de esta tribu (que urde su trabajo gracias a la red, pero, por cosas de la vida, se declara recalcitrantemente anticapitalista) nos han dado la tabarra todo el año sobre los inconvenientes del turismo de masas aplicado al caso de Barcelona. Pues bien, tras meses dándonos la turra, como dirían ellos mismos, helos aquí, dando por el saco a los autóctonos de todas las islas de Grecia o festejando el arte de la gentrificación en el rincón más aparentemente alejado de Formentera. La cosa tiene mucha guasa, la verdad, y soy de la opinión de que esta consuetud no debe ser solo cosa de los influencers de la tribu; por eso, de cara al próximo año, todos los críticos del turismo podrían reunirse juntitos en una convención contra las masas, pongamos por caso, en un lugar escasamente visitado como Florencia.
Finalmente, la conciudadanía de Instagram no tiene bastante con torturarnos con su perpetua adolescencia ni con su marxismo a la carta, sino que —por si esto fuera poco— tiene la osadía de intentar hacernos creer que combina su tiempo de descanso con lo que ahora se denominan "contenidos culturales". En este aspecto, a mí me complace observar especialmente al curioso habitante de Instagram que hace ver que lee mucho. De hecho, para este tipo muy concreto de cultureta, cualquier lugar del planeta (ya sea la cumbre del Kanchenjunga o unas rocas de la Costa Brava) resulta bueno para repasar la última novedad de Anna Pacheco, con algunas páginas oportunamente subrayadas. Este tipo de gente, lo confieso, me roban el corazón y su esfuerzo eternamente performativo merece que sigan monopolizando espacios supuestamente culturales en los medios catalanes. Vivir en un estado de falsía tan currado, estés donde estés, tiene que garantizarte una mensualidad lo suficientemente digna.
Por fortuna, la gracia del mes de septiembre se acerca y, muy pronto, las redes volverán a ser el lugar donde todos nos dedicamos a vender el propio pescado. Muy pronto, podremos volver a distraernos con los tuits cada día más asilvestrados de Lluís Llach y con las noticias de En Blau, que son uno de los pocos contenidos culturalmente relevantes que produce nuestra patria, hoy por hoy. Habrá que tener paciencia, porque todavía nos quedan dos semanas de viajeros precarios en Indonesia, antigentrificadors en Eivissa y libros con una página subrayada y el resto igual de intactas que las caderas de la Virgen María. Ánimos, que ya falta poco.