Se va Ada Colau del Ayuntamiento de Barcelona, pero no su legado y su herencia, con la que debemos vivir muchos años los vecinos y vecinas de la capital. Ahora que se va podemos hacer un balance, pero prácticamente no hay ningún indicador en el que su gestión indique una mejora, sino más bien al contrario. Por ejemplo, los Comuns llegaron al poder en 2015 haciendo bandera de la lucha por la vivienda, pero en ocho años su gestión ha provocado un éxodo de familias hacia otros municipios y una gentrificación sin precedentes. Los datos son claros: durante los ocho años que fue alcaldesa el precio del alquiler en la ciudad de Barcelona se incrementó en un 79%. El registro de solicitantes de una vivienda de protección oficial ha pasado de las 27.499 personas de 2015 a las 36.518 del año pasado. El 40% de las viviendas que actualmente están en alquiler son de alquiler de temporada, mientras que en 2019 solo lo eran un 19%. Ada Colau prometió 4.000 viviendas protegidas por mandato y no solo no lo ha cumplido, sino que los desahucios en Barcelona marcan cifras récord. A nivel lingüístico, el uso del catalán no deja de retroceder en Barcelona y hoy es la lengua habitual del 36% de sus habitantes. En 2015 eran casi el 42%, y, por tanto, durante los dos mandatos de Ada Colau el catalán ha retrocedido casi seis puntos porcentuales. En 2015 dormían en la calle 693 personas, mientras que en 2023 dormían 1.283 personas en la calle. En 2015 se registraron 174.482 delitos y en 2022 se registraron 193.288 en total. El servicio de dentista público, tantas veces anunciado, ha terminado en el cajón de las promesas incumplidas, como el cierre del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), la funeraria pública y tantas y tantas otras mentiras. Hoy en Barcelona se vive peor que hace ocho años, es más peligrosa, está más sucia, es más caro vivir en ella y es menos catalana. Todo esto es indiscutible.
Más allá de los datos objetivos que demuestran que han sido ocho años de retroceso, existe un legado menos cuantificable pero igualmente demoledor. Durante su mandato, Colau y los suyos han jugado peligrosamente a dividir a los barceloneses. Se daban carnés de buenos barceloneses y malos barceloneses. Todos conocemos la lista. Los buenos son los inquilinos, los que van en bicicleta, los que van a la escuela pública, los que ocupan viviendas, los que hablan con lenguaje inclusivo, las personas migrantes o los que se cuelan en el metro. Los malos son los propietarios de su piso, los emprendedores, los agentes de la Guardia Urbana, los comerciantes, los que van en coche privado, los turistas o los que llevan a sus hijos a la escuela concertada. Contra todos estos, todo vale, hasta el punto de que en su discurso de despedida también se refirió a alguno de estos colectivos, para verter todo tipo de insultos. Un gobernante debe tener su ideología, naturalmente, pero debe gobernar para todos y debe respetar a todos. No gobernar con respeto, en el fondo y en la forma, es hacerlo de forma demagógica, populista y peligrosa, a la manera de Nicolás Maduro o Donald Trump, que son las dos caras de la misma moneda. Hemos vivido esto en Barcelona durante ocho años. La semilla de la discordia y la división ha arraigado en la ciudad.
Colau y los suyos han jugado peligrosamente a dividir a los barceloneses.Un gobernante debe tener su ideología, naturalmente, pero debe gobernar para todos y debe respetar a todos
Pero lo más grave es que, sin embargo, todo era retórica, porque a la hora de la verdad Ada Colau gobernó siempre con el apoyo de las élites que demonizaba públicamente. La primera vez ganó las elecciones gracias al impulso de las actuaciones falsas de las cloacas del Estado contra Xavier Trias y la segunda vez fue elegida con los votos de Manuel Valls. No está mal, para pretender ser la alcaldesa de los activistas antisistema. Esta ha sido la tónica de su mandato, sin embargo, y el colofón de todo ello ha sido llevar la Copa de la América a Barcelona, que ha constituido un ejemplo muy depurado de hacer con la mano derecha lo que se critica con la mano izquierda. El peor defecto, en política y en la vida, es ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes, y esta ha sido la dinámica del gobierno municipal de los últimos años. Por ejemplo, esta forma de ser y de actuar la vimos nítidamente hace siete años, durante el referéndum del primero de octubre. La exalcaldesa se negó a ceder los centros educativos y otros lugares para instalar colegios electorales, que habitualmente en la ciudad de Barcelona son unos 260. En aquella ocasión escondió la cabeza como un avestruz y mientras lamentaba públicamente las cargas policiales no movía ni un dedo para evitarlas. No hay constancia de que hiciera ninguna gestión ante el gobierno español para detener la represión, como sí hizo, por cierto, la alcaldesa de l’Hospitalet de Llobregat, Núria Marín, que detuvo personalmente una carga policial en el Instituto Can Vilumara. Ya es triste que una alcaldesa del PSC hiciera más ese día para defender a sus vecinos que la alcaldesa de los Comuns, pero la realidad es la que es.
Al fin y al cabo, esta actitud de sumisión no es otra cosa que una muestra de cobardía. Un buen ejemplo de esta cobardía la hemos podido comprobar precisamente estos mismos días. El día que se despidió del Ayuntamiento de Barcelona y se celebró el pleno de despedida, Colau llevaba la kufiya palestina que luce a menudo, últimamente. Nada que decir sobre ello, si bien podríamos considerar que defiende a los palestinos y olvida a los saharauis, a los uigures, a los sudaneses, a los armenios o a los tibetanos, y todos sabemos por qué. Ahora bien, después del pleno se desplazó a Qusra, una pequeña localidad de Judea y Samaria, para protestar contra el gobierno de Israel. Allí, ante los soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel, la exalcaldesa no llevaba la kufiya. ¿Por qué? Pues porque llevarla en Barcelona es un gesto gratuito y estético, destinado a “épater les bourgeois”, y hacerlo en Israel, frente a los militares israelíes, ya no hace tanta gracia. He aquí la cuestión: como bien dijo Miguel de Unamuno a Joan Maragall en una carta, a los catalanes "nos pierde la estética". Gobernar bien y ser coherentes con las ideas propias ya es otra cuestión distinta.