Hace un año y tres días me prometí un difícil propósito de año nuevo: no escribir ningún artículo sobre la lengua catalana. En aquel momento, había dedicado casi diez de las últimas doce columnas del 2023 a hablar de qué si la catalanofobia, si el catalán se nos muere en Barcelona o si el maltés es una lengua oficial de la UE y nuestra pobre, triste y desdichada lengua, en cambio, no. Un día, sin embargo, una amiga a quien hacía tiempo que no veía, Andrea, me dijo que le gustaban más mis artículos hedonistas en La Gourmeteria que mis encíclicas cargadas de lamento en la columna de los viernes, y me lanzó una frase que nunca le agradeceré lo suficiente: si no hablamos de la lengua como una cosa sexi, tus palabras solo servirán para convencer los convencidos.

Aquella reflexión me hizo abrir los ojos y darme cuenta de que repetir cien veces que una cosa se está muriendo no genera seducción, sino en el mejor de los casos compasión, ternura o autocomplacencia. Es decir, herramientas válidas para ganar la batalla del folklorismo, pero no para alcanzar la guerra de la universalidad. El primer artículo del 2024, pues, se tituló Una vacuna contra el desánimo, y cabe decir que durante casi doce meses su efecto ha resultado intacto en mi corriente sanguínea; hace tres semanas, sin embargo, cuando la primera dosis ya debía haber dejado de dar efecto, escribí el primero y único texto del 2024 sobre el catalán: una carta al payaso del Bob Pop cantándole las cuarenta por haber dicho que "obligar a hablar catalán a alguien es clasista". El día siguiente, miles de lecturas al texto y centenares de retuits, posiblemente de los convencidos a la causa, sí, pero justamente también un único mensaje de mi amiga Andrea diciéndome que "qué pereza tantísimo hate". Tenía razón.

La Historia nos dice que los catalanes vivimos cómodos en el resistencialismo, pero a menudo olvidamos que nuestra manera de resistir no es encerrándonos en campo propio, como los equipos pequeños, sino jugando bien la pelota y construyendo con creatividad desde atrás, aunque el rival sea más fuerte, más grande o mejor. Una de las últimas cosas que me ha hecho ver clarísimo eso es El contracte (Columna, 2024), el magnífico libro de Ramon M. Piqué que explora las conexiones casi telúricas entre el fichaje de Johan Cruyff el año 1973, el papel del directivo Armand Carabén en aquella operación y el telón de fondo de un país, Catalunya, que si en aquel momento había conseguido no dejar de existir era, precisamente, porque gente como Carabén vivían vacunados contra el desánimo. "Carabén nació cuatro años después que Espinàs", le escribí a Ramon después de acabar el libro, "no es casualidad que su generación, la de los niños de la guerra, fuera la que salvó Catalunya de la extinción".

Así pues, si he decidido empezar en el 2025 repitiéndome el mismo propósito que el 2024 es porque, igual que Ramon M. Piqué con Cruyff y Carabén, yo también me he pasado casi todo el año pasado hablando de dos personajes vacunadísimos contra el desánimo: Josep M. Espinàs y Àngel Guimerà; del primero escribí el libro L'aire de las coses (Ahora Libros, 2024), y del segundo hice la docuserie de 3Cat Guimerà, el Nobel sense premi. A la mayoría de presentaciones del libro, sin embargo, a menudo me ha pasado una cosa: casi sin querer, he acabado hablando con el público de la actitud con qué Espinàs levantó su obra literaria en plena posguerra y su obra musical en pleno franquismo. Salvando las distancias, era la misma actitud de cuando Guimerà, más de medio siglo antes, erigió su obra dramática en catalán y en un momento en que la tradición teatral en catalán era prácticamente nula, en parte por culpa de la amnesia colectiva que había hecho olvidar autores como Fontanella o Ramis y Ramis. Sin vacunarse contra el desánimo, dudo de que ni Guimerà ni Espinàs hubieran conseguido ser autores normales, escribiendo cosas normales y en su lengua normal, en medio de aquel país en el cual vivían, tan anormal como el que vivimos nosotros también hoy.

Sí, la situación de la lengua catalana es hoy débil, preocupante y débil, pero la actitud que adoptamos ante esta realidad es lo que determinará si dentro de diez, treinta o cincuenta años nuestro resistencialismo innato habrá servido para aguantar el resultado, solo, o también para remontar el partido. Lo conseguimos a finales del siglo diecinueve, cuando en pocos años pasamos de hablar 'bell lemosí' solo en casa a tener una lengua normativizada y un dramaturgo a las puertas del Nobel. Lo volvimos a conseguir a finales de los años setenta, cuando en pocas décadas pasamos del imperativo hable en cristiano a la demanda de enseñanza en catalán por parte de los migrantes llegados de toda España. Yo no sé si el catalán era sexi en el Vendrell de 1853 al cual llegó Guimerà o en la Santa Coloma de Gramenet de 1984 en la que se aplicó la inmersión lingüística, pero estoy seguro de que en los dos lugares había alguien en las calles, en los bares, en el Ayuntamiento, en el juzgado o en el diario local haciéndolo todo en castellano.

Lo que también estoy seguro, sin embargo, es que al lado no había ningún catalán compadeciéndose de aquello y llorando por la muerte del idioma propio, sino gastando las energías en hablar aquel mismo idioma con la naturalidad y la firmeza de quien se sabe más poderoso que el contexto débil en el cual vive. Por eso, queridos lectores, os deseo buen año 2025 y os invito a vacunaros también contra el desánimo de nuevo: porque hasta el próximo año, este será mi único artículo sobre lengua, pero cuando dentro de un año nos volvamos a encontrar, sea en esta columna o en algún otro sitio, quiero que nos miremos a los ojos y nos digamos que nos hemos pasado el año resistiendo, como siempre, sí, pero que lo hemos procurado hacer jugando al ataque. Si es así, creedme, querrá decir que estamos más cerca de merecer la victoria.