Mi admiradísimo Miquel Puig se ha vuelto a quedar a medias, como le pasa a tanta gente inteligente de este país desde antes del 1 de octubre. No solo son las izquierdas las que han perdido la capacidad de pensar y de conectar con su público, es todo el sistema liberal el que chochea. La inferioridad intelectual de la izquierda, que lamenta Puig, se nota más porque sus partidos son el eslabón débil del sistema, sobre todo en España, donde perdieron una guerra civil. Pero la putrefacción del liberalismo ha carcomido la mayoría de los partidos, desde el PP hasta la CUP, pasando por el PSOE y los partidos de CiU, naturalmente.
En los últimos años, solo el PNB ha evitado decir o hacer tonterías, y la explicación es sencilla: el PNB siempre se ha mirado de lejos los discursos y las modas liberales que han servido a la corte de Madrid para expoliar y colonizar los països catalans en nombre de la igualdad y del progreso. Desde los tiempos de Isabel II, y ya van 200 años, el liberalismo ha sido la gran coartada de los Borbones para mantenerse en el poder y dar gato por liebre. Hemos interiorizado tanto el liberalismo como ideal compensatorio, que incluso los chicos de Alhora creyeron que la solución a la derrota del país era sumarse a la fiebre antifascista y feminista, e insultar a Silvia Orriols, mientras publicaban los libros en el grupo Planeta.
La putrefacción de los partidos se ha acentuado en los últimos años porque el ridículo de Joe Biden ha dejado a cuerpo descubierto muchas momias repintadas, pero el problema venía de muy lejos. Es una lástima que no haya ningún político liberal que recuerde cada día a los españoles que los Borbones habrían podido dar un tono diferente al mundo de hoy, y a la imagen de la democracia europea, si hubieran tratado la autodeterminación de Catalunya con respeto. Todo el mundo sabe cuál era la respuesta que había que dar a Putin cuando se anexionó Crimea, en 2014. Todos los europeos que pagan el Estado del bienestar saben, en el fondo, que la libertad empieza en casa, antes que en Gaza, Venezuela o Ucrania.
Cuando detuvieron a Puigdemont en Alemania, los tertulianos del programa de Susanna Griso se rieron porque dije que nadie defendería las fronteras del este si Europa no respetaba el derecho a la autodeterminación. Supongo que ahora deben ser prorrusos y algo menos demócratas. Lo pensé viendo que Enric Juliana se indigna porque han “expulsado el castellano de la Casa Blanca”, cuando hace dos días él hacía bromitas con Puigdemont y los carlistas, y nunca ha levantado la voz por el catalán —su lengua—. Otro liberal que ha perdido los papeles es José Luis Villacañas. El intelectual de Podemos dice ahora que los hispanos de Estados Unidos acabarán como los judíos de hace un siglo, cuando él lleva toda su carrera utilizando la figura de Joan Lluís Vives y de Francesc de Eiximenis para borrar la nación catalana de la historia.
Muchos catalanes se aferran a la épica liberal y a sus esquemas argumentativos, porque intuyen que si el liberalismo cae entonces solo quedará la España de los falangistas y el decreto de nueva planta. Pero el liberalismo ya no puede resolver ningún problema
El 1 de octubre, no solo se cargó los últimos equilibrios del régimen del 78. También terminó de liquidar la épica liberal que durante dos siglos había servido a los españoles para castellanizar Catalunya a cambio de la promesa de romper las cadenas del Antiguo Régimen y, por lo tanto, el apartheid impuesto por el decreto de Nueva Planta. Incluso Franco abrazó un cierto liberalismo, una vez pudo sustituir la ocupación militar de Catalunya por una invasión masiva de castellanoparlantes analfabetos de todas las regiones pobres de España. El bombo que se ha dado al argumento del film El 47, o los sermones del director de Casa en Flames, son los últimos esperpentos de un imaginario épico que se acaba.
Después del 1 de octubre, España alimentó a VOX para asustar Catalunya pensando que el liberalismo americano pagaría las facturas y ahora se encuentra que el liberalismo naufraga en todas partes. Hace dos días, hemos visto como un regidor del PSC negaba la unidad de la lengua, mientras los viejos partidos del procés se aliaban con su partido, para sacar a Sílvia Orriols de la alcaldía de Ripoll. Como le pasa a Miquel Puig, muchos catalanes se aferran a la épica liberal, y a sus esquemas argumentativos, porque intuyen que si el liberalismo cae entonces solo quedará la España de los falangistas y el decreto de nueva planta. Pero el liberalismo ya no puede resolver ningún problema.
El último artículo de López Burniol demuestra hasta qué punto España está volviendo a las contradicciones de hace dos siglos. En aquella época los teóricos del liberalismo proponían que el depositario de la soberanía fuera el rey en vez del pueblo, dado que la monarquía era la única realidad histórica indiscutible. López Burniol ya pide a Felipe VI que esté dispuesto a aplicar un 155 a Pedro Sánchez, en la línea de lo que hizo Alfonso XIII hace un siglo para poner orden en Catalunya. No habrá liberalismo en España mientras los catalanes se sientan subyugados. La burguesía catalana ya no tiene fuerza para repartirse el Estado con la corte de Madrid como hizo en 1875, el pueblo catalán ya no tiene tanto miedo como en 1978, y los americanos ya no quieren pagar más la fiesta.
Si Sílvia Orriols sube en las encuestas no es por las ideas que defiende, sino porque es el único dirigente político que ha querido cargar de verdad con el dolor de los catalanes. Orriols no ha bebido, como el resto de políticos, del caldo liberal que ha servido para españolizar el país y sabe que, en un contexto de libertad, las diferencias de programa serían de matiz, por eso nadie la parará tratándola de fascista o demasiado pura. Lo que diferencia a Orriols del resto de políticos catalanes es el coraje; el coraje para no esconderse detrás de una épica gastada por la hipocresía y el derroche. El coraje para intentar defender como sea algún bien común concreto —no teórico—, en un marco represivo disfrazado de democracia.
El político de izquierdas que mejor podría hacerle oposición es Oriol Junqueras, porque tampoco bebe del caldo liberal que ha idiotizado el país a base de dinero y ufanía. Claro que tendría que estar dispuesto a jugarse el físico y a salir del tacticismo esférico de capellán, pasivo-agresivo, con el que ha contribuido con tanta originalidad a hacer caer las caretas del liberalismo putrefacto español y catalán. La irritación que despierta su figura, sobre todo en el mundo convergente, no deja de ser un negativo pintoresco de los odios que ha tenido que superar Orriols para hacerse valer. Los catalanes, que sobrevivimos siendo más liberales que los españoles, ahora sobreviviremos siendo más tradicionalistas que nadie —de derechas o de izquierdas.