Antes de que la librería Sant Jordi se convierta en un supermercado 24 h, decidí acercarme a ella anteayer después de recibir un wasap bastante especial. Empezaba diciendo "buenos días, quería pediros un favor", y seguía explicando que Josep Morales era el propietario del negocio, en la calle Ferran de Barcelona, pero que murió esta semana pasada. Como ahora tienen que dejar el local, resulta que los amigos y la familia han hecho unos lotes de Navidad y ruegan que se haga difusión. ¿"Podréis avisar a vuestros contactos que vayan a hacer una vueltecita por la librería"?, pedía el texto. Nunca es mal momento para hacer una vueltecita en cualquier librería, solo faltaría, pero lo que no me pensaba es que el mensaje fuera tan profundamente literal: al llegar, pasadas las siete de la tarde, había tanta gente haciendo la 'vueltecita' que, más que una librería, la Sant Jordi parecía una capilla ardiente. No de Josep Morales, sin embargo. Ni siquiera de la misma tienda, pienso. Era, más bien, la cola para decir adiós a una Barcelona que ya no volverá.
Lo digo porque antes de que la librería Sant Jordi pase a ser una tienda de carcasas para móviles, me sorprendió una inesperada riada de más de cien personas en la puerta del local. "¿Qué regalan, aquí"?, me preguntó un turista aragonés que pasaba por allí mientras yo esperaba mi turno con la paciencia eucarística de quién hace cola en la carnicería. Quizás el hombre se creía que regalaban smoothies o un masaje podal gratuito, ya que cuando le respondí que toda aquella hilera de gente era para comprar libros, él miró a su mujer y exclamó "coño, ¡qué barbaridad"! con una vehemencia umbraliana. Sin duda, sí, los catalanes somos el único pueblo del mundo que, a pesar de tener fama de tacaño, se apunta a cualquier bombardeo que signifique ayudar económicamente a alguna causa. Me hizo pensar esto la señora que tenía detrás, que bromeando me dijo que esta semana ella ya había hecho el cupo: domingo, cincuenta euros a La Marató de TV3; ahora, una 'vueltecita' en la necesitada librería Sant Jordi. Su marido, que hacía cara de haber ido a dar sangre al Clínico cuando la mujer de Krankl tuvo el accidente de coche, sonrió y me dijo que los catalanes siempre estamos ahí cuando se nos reclama.
Así pues, antes de que la librería Sant Jordi se convierta en un club cannábico, este adorable señor me hizo pensar que en una calle llena de los McDonald's, los KFC o les Taco Bell de turno, un local en el que comprar la Obra Completa de Santiago Rusiñol editada por la Selecta o los libros de Taschen no es una tienda, sino un elemento discordante en el paisaje. Casi un error del sistema, más bien, por eso cuando de repente la periodista y escritora Llucia Ramis me saludó preguntándome qué me parecía toda aquella cola, me salió de dentro confesarle, con la urgencia de quién necesita hacer un pis y no encuentra ningún lavabo, que inesperadamente me estaba haciendo un artículo encima. Este, concretamente. Aquella hilera casi tribal era mucho más que una cola, ya que después de la pregunta "¿Quién es el último"?, la segunda frase más repetida entre la gente era "yo venía poco, pero me duele que cierre". Un poco más adelante de mí en la cola, un cliente ilustre de la librería como el escritor Josep Maria Argemí nos oyó hablar con Llucia, nos vino a saludar con aquella elegancia inglesa de quien lee a Borges con batín de cuadros y nos dijo, con agudeza, que la Sant Jordi era el último bastión de resistencia en una calle Ferran que ya no tiene ningún tipo de identidad.
Por fin, antes de que la librería Sant Jordi se transforme en un pub irlandés, después de media hora de cola conseguí entrar dentro, donde la densidad humana haciendo la 'volteta' era parecida a la de un vagón del metro en Calcuta. Los clientes, famélicos de humanismo y solidaridad, escrutábamos las estanterías llenas de libros en busca de algún título que ayer o mañana posiblemente podríamos comprar en cualquier otra librería, pero que hoy habíamos venido a buscar en la Sant Jordi por desazón en el comercio local, por homenaje a Josep Morales o sencillamente por espíritu de resistencia, ya que no hay nada más catalán que movilizarse encarnizadamente ante las batallas perdidas. Por suerte o por desgracia. La de la librería Sant Jordi es la batalla de una librería inaugurada hace cuarenta años, cuando la calle Ferran no parecía el Dutyfree de un aeropuerto, cuándo vender libros en catalán en el centro de Barcelona no era una excentricidad y cuándo oír|sentir nuestra lengua dentro de una tienda del Gótico no era sorprendente.
Quizá por eso, antes de que en la librería Sant Jordi levante la persiana el enésimo salón de manicura y beauty nails, llegué a la caja con el volumen Prosa de la obra completa de Josep M. de Sagarra y cuando la botiguera me dijo que tenía un montón de ejemplares repetidos, sin dudarlo ni un segundo decidí comprar dos de ellos. Si un libro del maestro es siempre un buen obsequio, no cabe duda de que uno de suyo comprado en la Sant Jordi es directamente una joya. A la hora de pagar, cuando le pregunté hasta cuándo tendrían abierto, su respuesta me pareció tan poética como la cola de media hora que había hecho: “estaremos abiertos hasta que se vacíe todo”, me respondió mientras me acercaba el datáfono. En ese momento este artículo ya estaba hecho, pero me faltaba un empujón como su frase para escribirlo, aunque no sé si ella alguna vez lo sabrá. Como tampoco sabrá, quizás, que me fui calle Ferran arriba muriéndome de ganas de decirle que si vender un libro puede dejar de ser a veces un ejercicio comercial, comprar uno, algunas tardes de invierno, puede convertirse también en un acto de amor.