En los frontones de todas las instituciones republicanas en Francia, señorea la divisa "Libertad, igualdad, fraternidad". Este fue el lema de la Revolución Francesa, aunque no acabó siendo el lema de la República Francesa hasta el año 1946, cuando figuró en el articulado de la Constitución de la efímera Cuarta República.

Si cogemos la palabra del medio de este trípode, igualdad, se tiene que entender en el sentido de que la ley es la misma para todo el mundo, que no hay ninguna diferencia de derechos o de deberes entre los ciudadanos, y que, como derivada, todo el mundo debe contribuir a los gastos públicos en la medida de sus posibilidades. Este principio quería, pues, poner fin a los privilegios del Antiguo Régimen.

La aplicación de este principio no ha sido pacífica. De hecho, hasta 1945, es decir, hasta la Liberación, las mujeres no adquirieron el derecho de voto en Francia y otros grupos étnicos, diversos o minoritarios, tuvieron que luchar, y siguen haciéndolo, por el reconocimiento de sus derechos, entre otros, a la igualdad de trato.

La plasmación práctica de este concepto de igualdad solo es posible en un país conformado por ciudadanos libres. De ciudadanos que se saben receptores y agentes de derechos y de deberes, hacia ellos mismos y hacia la colectividad. Y de ciudadanos libres, en el sentido de que no están sometidos a las veleidades de personas, y sobre todo de servidores públicos, que tienen actitudes o que toman decisiones según los parámetros del Antiguo Régimen, es decir, con arbitrariedad, abuso o discriminación. Estas actitudes, por aquello que nos es fácil observar, están todavía demasiado presentes en nuestro entorno.

La sociedad no se puede basar en una especie de selección natural de los más aptos o de los más dotados, pero si no se priman el esfuerzo y el trabajo, ni el progreso ni el vivir juntos podrán seguir siendo objetivos de nuestra sociedad

El ejercicio efectivo de este principio está vinculado tanto a la libertad como a la fraternidad. En efecto, para asegurar un esmerado proceso de gestión de la pluralidad, que caracteriza y que hace falta que siga caracterizando a nuestra sociedad, es necesaria la definición de un marco de garantías de ejercicio de las libertades, individuales y colectivas, en diferentes ámbitos de interacción, con la única limitación de la protección de los derechos fundamentales de todas las personas.

Sin embargo, demasiado a menudo, hay una lectura interesada, y que tiene poco que ver con los principios hasta ahora enunciados, que quiere aparejar igualdad con igualitarismo. Este concepto, que tiene defensores y detractores, lo entiendo como una especie de rechazo a la alteridad, como una especie de negación de la complejidad y de las contradicciones inherentes a la vida humana, como un corsé que impide el desarrollo de las altas capacidades de los individuos y como un intento de reducir al individuo a formar parte, acríticamente y sin ninguna posibilidad de sobresalir, de una masa, que puede acabar capando las aspiraciones naturales hacia la excelencia.

Es un fenómeno que se da cuando alguien solo quiere ser reconocido en sus derechos, pero que no quiere que le sean recordados sus deberes. Una actitud que cada vez se da con más frecuencia entre nosotros. O es la mentalidad que hace que sean menospreciados conceptos como esfuerzo, trabajo o progreso. Es una voluntad de igualar por debajo a todo el mundo, procurando que nadie salga del lote.

Eso nos lleva directamente, y sin remisión, a la mediocridad. Si los conceptos que acabo de enunciar son vistos como sospechosos, o que hay que procurar no potenciar por parte de los poderes y los servicios públicos, se instalará una mentalidad chata e igualitarista que acabará produciendo unos individuos, y por lo tanto, una sociedad gris y mediocre.

Es obvio que hay que velar a fin de que nadie se quede atrás, que la sociedad no se puede basar en una especie de selección natural de los más aptos o de los más dotados, pero también es cierto que si no se priman el esfuerzo y el trabajo, ni el progreso ni el vivir juntos podrán seguir siendo objetivos de nuestra sociedad. Como tantas veces, se trata de un juego de equilibrios.

¿Estamos preparados para afrontar este juego de equilibrios? ¿Nuestra sociedad es igualitaria o igualitarista? ¿Son todavía el esfuerzo, el trabajo y la perseverancia florones del carácter de los catalanes?