Dice El Nacional que el Govern —y más en concreto, el Departament d’Educació i Formació Professional, y todavía más en concreto, la consellera Esther Niubó— rectificará la nefasta decisión de establecer la literatura catalana y española como optativas en el bachillerato social y de humanidades, por lo que las asignaturas seguirán siendo de modalidad (que es, supongo, como los cursis y los psicopedagogos bobos se refieren a las asignaturas obligatorias, adjetivo que debe de parecerles demasiado ancien régime y traumático para los chiquillos). Desconozco si la administración ha visto la luz después de que la mayoría de culturetas y literatos de la tribu pusiéramos el grito en el cielo ante la enésima charlotada de nuestros hipotéticos líderes; si es así, les ruego que abandonen la costumbre de hacer más experimentos en la escuela, pues los plumíferos tenemos otro trabajo que ejercitar la queja perpetua.

A pesar de esta (sensata) rectificación, el ciudadano no puede abandonar la sensación de evidenciar que nuestro sistema educativo haya acabado siendo una especie de playground en el que las administraciones juegan continuamente a dados. Quizás los gobiernos hayan confundido la contingencia esencial de leyes como los presupuestos con la estabilidad legal y de procedimiento de la que debería gozar cualquier estructura de enseñanza mínimamente civilizada. Dicho en otras palabras más sencillas, si cada administración pretende manosear la educación como si descubriera la rueda en cada legislatura, nuestros profesores acabarán más despistados que el pobre Frenkie de Jong y, a su vez, los alumnos catalanes no sabrán qué cojones de materias están aprendiendo. En definitiva, habría que pedir a sus señorías del Parlament que establecieran una ley que tuviera la pretensión de sobrevivir varias generaciones.

Produce pavor que supuestos expertos en la materia puedan tener tanta dejadez

Sé que peco de naif, sobre todo conociendo que la idea de relegar las literaturas al carácter de asignatura optativa, como ha reconocido la propia Niubó, se había tanteado en un "documento de trabajo" interno de la conselleria. Vamos mal, en definitiva, si los técnicos de nuestro departamento —quién sabe si por los efectos de la cena de Navidad de la oficina— han llegado a trabajar (sic) con esta hipótesis; porque produce pavor que supuestos expertos en la materia puedan tener tanta dejadez. Repitamos conceptos básicos, que falta hace; la enseñanza de la literatura es básica, en primer término, para la salud de nuestra lengua, por el simple hecho de que no hay forma más útil y bella de aprenderla que en su máxima fineza y libertad. A su vez, la literatura tiene que ser obligatoria para ejercitar la comprensión de un texto, para decirlo bien y, finalmente, porque a un jovencito no le podemos castrar un bien tan precioso como es la imaginación.

Diría que parte del problema general con la educación es que todos pedimos demasiadas cosas a la escuela y a sus maestros (les exigimos que nos espabilen a la prole, que les enseñen a deconstruirse sexualmente e incluso a escoger la mejor dieta rica en proteínas). Yo combatiría el tópico, y volvería a la consuetud atávica de exigir pocas cosas a la escuela, pero bien escogidas; servidor es hijo de la pedagogía del insigne San José de Calasanz, según el cual a los niños hay que enseñarles a contar, a leer y a escribir... y el resto son gilipolleces. Si se quiere que los críos tengan valores sólidos y una cierta decencia moral, no hay mejor solución que garantizar buenos profesores de filosofía, doctos en Hobbes, Kant y Foucault. Si lo que nos preocupa es la salud del catalán, asegurémonos de que nuestros mejores filólogos (y los mejor pagados) estén en el aula, y la genialidad de Rodoreda, Sagarra, la Víctor y Pla obrarán todos los milagros.

Pero todo esto queda lejos, insisto, si nuestros agentes políticos no paran de sobar la educación con ideas de bombero que no llevan a ninguna parte. Yo les recomendaría, quizás por cosas de la edad, que perpetren cuantos menos cambios mejor y que, ante cualquier ocurrencia, miren cómo se educaban los monjes. Ahora ya hemos probado el efecto benéfico de la nueva pedagogía, de las pantallas chupiguays y de toda cuánta polla en vinagre. Igual deberíamos volver al papel-y-lápiz, a la concentración y al aprender de memoria (que es la única forma posible, vaya), y hacer algo tan temerario como prescindir de la opinión de los padres y obligar a los alumnos a hacer pocas cosas, pero muy bien paridas.