Liz Truss ya es la primera ministra del Reino Unido. Es la tercera mujer que llega a este cargo, tras Margaret Thatcher y Theresa May, todas del Partido Conservador. La primera canciller de Alemania fue Angela Merkel, de la Unión Demócrata Cristiana. La primera cabeza de lista en unas elecciones al Parlament de Catalunya fue Alicia Sánchez Camacho, del Partido Popular. La primera mujer que ganó unas elecciones al Parlament fue Inés Arrimadas, de Ciutadans. Algunos sectores del feminismo lo explican con el argumento que las mujeres de derechas llegan antes a las posiciones de poder porque el peso y la interiorización del patriarcado y los valores que se han asociado tradicionalmente a cada género —como que los hombres son más fuertes, menos emocionales y mejores líderes— aun pesa sobre sus cabezas. Llegan a donde están los hombres porque se comportan como hombres y, por lo tanto, no "feminizan" nada, solo validan la supremacía de la masculinidad como activo político. De aquí nacen todos los llamamientos a la revolución de la ternura y las defensas más piradas de la hipótesis de que si hubiera más mujeres en la política habría menos guerras porque lideramos con otros valores.

En vez de desvincular la masculinidad del buen liderazgo, se vincula la mujer a los tópicos que tradicionalmente se adjudican para reivindicarlos, pensando que así se la defiende

Quieren acabar con los estereotipos de género que dejan a las mujeres fuera de la política y acaban reforzando estos mismos estereotipos, porque en vez de desvincular la masculinidad del buen liderazgo —un político puede ser tan mediocre como una política y viceversa— se religa la mujer a los tópicos que tradicionalmente se le han adjudicado para reivindicarlos, pensando que así se la defiende. Es una trampa no muy difícil de desmontar que si aquello que en política es útil y bueno se ha presentado interesadamente como sinónimo de masculinidad, lo que hace falta no es revalorizar lo que es inútil y malo, sino romper el vínculo entre estereotipos y género, porque es falso y porque durante siglos ha sido la excusa para tener las instituciones llenas de hombres adocenados con un único talento: el pene.

Hay una parte del feminismo que funciona más allá de lo que haces. Funciona por lo que eres

Que una mujer de derechas —otra— llegue a ser primera ministra del Reino Unido no tendría que ser ningún fracaso para nadie. Incluso aceptando la teoría que Truss ha sido validada por comportarse "como un hombre", hay una verdad que desde ciertos sectores del feminismo no está bien abordada: es una mujer, es de derechas y es primera ministra. Como ella, todas las liberales o conservadoras anteriores. Eso, que funciona a pesar del talante más o menos feminista de cada política en cuestión, siempre tiene algo de victoria en la representación que desde parte de la izquierda no se quiere aceptar: hay una mujer en un cargo históricamente reservado para los hombres. Y no se acepta porque la mujer en cuestión no es de izquierdas.

Feminista es quien hace políticas feministas, de acuerdo. Pero hay una parte del feminismo que funciona más allá de lo que haces. Funciona por lo que eres. Y Truss es una mujer, como Merkel, como May, que, al margen de su legado político, deja un legado cultural en los cerebros de quienes, queriendo o sin quererlo, acaban normalizando la presencia de mujeres al frente de las potencias mundiales. Desvinculadas de las suposiciones tópicas que nos hacen peores porque nos otorgan valor por el simple hecho de ser mujeres —como hasta ahora habían otorgado valor a los hombres por el simple hecho de ser hombres— molestan a la izquierda feminista porque decapitan el esquema asociativo de género y valores con que parte de ella trabaja y entiende el mundo. Es el esquema que justifica que a las mujeres políticas —sobre todo a las de aquí— se las siga relegando a menudo a temas tópicamente femeninos, por todo aquello de "los cuidados". Si Lizz Truss se hubiera dejado "cuidar", hoy no estaría donde está y nosotros tendríamos una líder mundial menos.