Jordi Pujol gobernó Catalunya durante 23 años. Solo durante los primeros diez tuvo como colaborador a Lluís Prenafeta i Garrusta, nombrado en 1980 secretario general de la presidencia, pero casi medio siglo después, en el momento de su muerte, ha sido reconocido como un hombre clave en la reconstrucción del autogobierno catalán.

Prenafeta nunca fue un político en el sentido estricto del término. Más bien se tomó la política —y más que la política, la gobernanza— como una más de sus iniciativas emprendedoras. Fueron solo diez años de sus 86, pero suficientes para dejar una huella notable y trascendente.

Jordi Pujol tenía un proyecto de país, y Prenafeta supo interpretar como nadie la partitura pujolista, asumiendo en buena parte la dirección ejecutiva de una empresa llamada Generalitat de Catalunya. Las comparaciones siempre son odiosas, pero el fallecimiento de Prenafeta es un buen pretexto para analizar la sinuosa trayectoria de una Catalunya que ha mostrado su voluntad de ser con estrategias contradictorias y resultados muy distintos.

Aunque el autogobierno catalán se basaba en un sistema parlamentario, Pujol optó por un esquema presidencialista. Del mismo modo que en Estados Unidos el jefe de gabinete de la Casa Blanca es más importante que los secretarios/ministros del Gobierno, e incluso a menudo más que el vicepresidente, Prenafeta nunca llegó a tener un cargo de conseller, pero salvo contadas excepciones, se lo consideraba la prolongación del poder del president, por encima del resto de miembros del Ejecutivo.

Pujol estableció lo que podríamos denominar dos salas de máquinas: una del partido y otra del Govern. Del partido se encargaba Miquel Roca i Junyent, que además ejercía el liderazgo parlamentario en el Congreso. En aquellos años, Roca no era un segundo de Pujol, sino un colíder, con experiencia, ideología y luz propia. Prenafeta, en cambio, formaba parte inherente de la jerarquía presidencial. Mientras esta estructura funcionó —que no fue siempre— Convergència primero, y luego Convergència i Unió, se consolidó como el partido de referencia en Catalunya, incluso más que el Partit dels Socialistes, a pesar de que el PSC superaba a CiU en las elecciones generales y en los municipios más importantes.

El proyecto convergente surgía de la reivindicación nacional, es decir, con un componente de agitación política, pero con una vocación inequívoca de gobierno, o más bien de Poder, entendido como la herramienta para desarrollar el proyecto político nacionalista. Y en este sentido, todos los esfuerzos se dirigieron a penetrar y situarse como actor de referencia en el ámbito del establishment político, económico y social. No para socavarlo, sino para compartirlo, para formar parte de él. Así, CiU se constituyó en factor de estabilidad del poder establecido. Su apoyo a los diferentes gobiernos españoles tuvo como contrapartida una especie de laissez faire, laissez passer por parte del Estado, que fue fundamental para la progresiva reconstrucción nacional: desde el catalán en la escuela a un pionero sistema de salud universal, unos medios públicos de referencia, un cuerpo nacional de policía, la promoción de infraestructuras pendientes y ciertas capacidades de promoción económica y proyección internacional.

Las comparaciones siempre son odiosas, pero el fallecimiento de Prenafeta es un buen pretexto para analizar la sinuosa trayectoria de una Catalunya que ha mostrado su voluntad de ser con estrategias contradictorias y resultados muy distintos

Lluís Prenafeta no tenía procedencia ideológica ni experiencia política cuando se ofreció a un Pujol que lideraba un partido que en las primeras elecciones democráticas quedó en cuarto lugar, superado por socialistas, comunistas y centristas del partido de Adolfo Suárez. Fue una nueva apuesta arriesgada, como las que había hecho en el campo de los negocios un hombre que a lo largo de su vida tantas veces ganó mucho dinero como se arruinó, pero siempre volviendo a empezar. Así que no tenía experiencia como hombre de partido, pero sí había cultivado, en tanto que hombre de negocios, relaciones con gente de poder en Latinoamérica. Esa experiencia le permitió entender el funcionamiento del Poder, lecciones que aplicó en el ejercicio de su cargo institucional.

Pujol presidía una administración regional, pero su voluntad era, al menos, figurar en la medida de lo posible en un ámbito superior, reservado a los jefes de Estado y de gobierno. Era difícil para un presidente de un país desconocido con un gobierno que tenía nombre de empresa de seguros. Pujol tenía agenda de contactos españoles e internacionales, y Prenafeta gestionaba la manera de llegar a las élites. A nivel español, mientras las relaciones con el Gobierno funcionaban con un permanente tira y afloja, Prenafeta se aseguró una relación exquisita con la Corona, con no pocos conflictos de protocolo. “El protocolo —decía Prenafeta— es importante porque es la expresión plástica del Poder. Estás o no estás”.

En el ámbito internacional, la intervención de Prenafeta es destacada por el propio Pujol en sus memorias: “Lluís Prenafeta hizo que muchas puertas se abrieran, tenía ideas, sabía aplicarlas y coordinaba muy bien”. Y con esa ambición se produjeron los contactos de primer nivel: el Papa Juan Pablo II, el presidente George H.W. Bush, el emperador de Japón, el presidente francés Jacques Chirac, el canciller alemán Helmut Kohl, el líder ruso Borís Yeltsin, los reyes de Marruecos, el presidente argentino Raúl Alfonsín, Hosni Mubarak de Egipto y prácticamente todos los primeros ministros europeos… Todo ello tenía como objetivo situar a Catalunya en el mapamundi, pero también, y no menos importante, alimentar en la sociedad catalana un sentido de pertenencia colectiva. Solo en una ocasión Pujol se dejó llevar por el conflicto con el Gobierno de Felipe González y, siendo un atlantista convencido, se negó a apoyar el sí en el referéndum de la OTAN. Prenafeta, siempre partidario de jugar a caballo ganador, intentó que en el último momento el president hiciera una declaración de apoyo a la OTAN. No lo consiguió, y el no a la OTAN de la mayoría de los catalanes, propiciado por los movimientos pacifistas y antimilitaristas, incluidas las juventudes socialistas, quedó en el balance del establishment internacional como un error no forzado del nacionalismo catalán.

Prenafeta abandonó la política en 1990 y CiU todavía continuó gobernando trece años más, hasta 2003, cuando Pasqual Maragall asumió la presidencia. Ya en el año 2000, el Gobierno de José María Aznar transformó el intercambio de apoyos con Catalunya en un conflicto permanente que desembocó en la reforma del Estatut, una iniciativa asumida también por CiU, en contra del parecer de Pujol y del pragmatismo que siempre inspiró su actuación política. La batalla por el nuevo Estatut radicalizó las posiciones hasta el punto de hacer caer el Govern Maragall, víctima de conspiraciones internas. El clima conflictivo entre Catalunya y España se mantuvo in crescendo, incluso con Rodríguez Zapatero en el Gobierno y José Montilla en la Generalitat, quien advirtió del peligro de la desafección catalana. Con la CiU de Artur Mas en el Govern y con un Partido Popular a la ofensiva que pretendía sacar rédito del conflicto, nadie apostaba por la estabilidad sino por el enfrentamiento.

CiU, que siempre había buscado el acuerdo con el Gobierno de turno, se refugió en acuerdos con partidos que le disputaban la hegemonía nacionalista, arrastrándola hacia posiciones rupturistas. Todo ello, por interés español y reacción catalana, desembocó en un proceso soberanista que empezó como una fiesta, la revolución de las sonrisas, y un referéndum que también informó al resto del mundo de los anhelos independentistas de los catalanes. Los medios internacionales lo entendieron como un movimiento democrático por el derecho a decidir, pero no así los gobiernos, que pese a la violencia contra quienes votaban, no prestaron ningún apoyo. El Estado optó por la represión política, la persecución judicial y la desactivación del autogobierno, que aún domina el escenario actual con un president aún en el exilio y un gobierno catalán de inequívoca y orgullosa inspiración españolista.

La diferencia entre una época y otra radica en que unos eran partidarios de construir la nación jugando, como Pujol y Prenafeta, solo con las cartas ganadoras disponibles. Otros, ante la ofensiva española, estaban convencidos de que sin un Estado propio la nación se iba al traste. Pero todo depende siempre de la habilidad para aprovechar una correlación de fuerzas que siempre será adversa. Prenafeta se sentía tan independentista como el que más, pero fue muy crítico con el procés. “Fueron muy ingenuos, no sabían a qué se enfrentaban”, decía. Sus referentes principales eran Maquiavelo, Josep Pla y Winston Churchill. Incluso patrocinó la colocación de una estatua del primer ministro británico en la Via Augusta de Barcelona. En los últimos años, cuando te invitaba a desayunar, siempre se sacaba alguna cita de la manga. Conversando sobre el fracaso del procés, recordaba una frase de Churchill que siempre aplicó en su vida novelesca: “El fracaso no es fatal y el éxito tampoco es definitivo, lo que cuenta es el coraje de continuar”. DEP