Sólo han pasado 48 horas y parece que haga dos semanas. En sólo dos días, el recorrido de nuestro estado de ánimo ha sido largo. El inicial estupor dio paso a una gran sensación de vulnerabilidad que nacía del "nos podría haber pasado a nosotros" y del "¡yo he estado allí!". En estos casos los humanos necesitamos sentirnos parte del grupo y compartir con otros nuestra indefensión. Explicar que una vez estuvimos a 50 calles de donde ahora ha pasado todo y compartir con quien nos quiera escuchar que nuestra cuñada fue de viaje de bodas. Por eso, aunque estuviéramos con más gente, nos asomamos a Twitter, a Facebook y a los medios digitales. Más que información y más que querer saber, en el fondo buscábamos calor, buscábamos un consuelo social.
A continuación ha llegado la venganza del bien, que se ve que representamos nosotros. "¿Ah sí, nos habéis atacado en la cocina de casa? Pues ahora veréis." Y la civilización hemos bombardeado el lugar donde están los malos. El lugar, así al por mayor. Raqqa, la ciudad bastión de Estado Islámico (o Daesh, como dicen ahora que tenemos que decir) ha recibido el castigo que nos hace estar más tranquilos. Solucionar, lo que diríamos solucionar, no hemos solucionado nada, pero hemos descargado la furia. Y quizás ha acabado recibiendo gente como nosotros que estaban en Raqqa y que todavía no han podido huir de la ciudad para acabar ahogados en el mar, para acabar retenidos en una frontera europea donde han construido un muro a toda prisa o para ser señalados como peligrosos perturbadores de esta calma de la acomodada sociedad occidental. Y mientras tirábamos toneladas de rabia a centenares de kilómetros, sabíamos que los autores del terror eran belgas y franceses. Pero no, no bombardearemos Bruselas. Sería feo. Y absurdo. Y entonces recordamos que hace años aprendimos un nuevo concepto: la banlieue. Y recordamos que hicimos grandes debates sobre los problemas de estos suburbios de las grandes ciudades francesas que son unas infinitas fábricas de fracaso. Individual y colectivo. Y recordamos que nos dijeron que tomarían medidas. Sociales, educativas y económicas. Y una década después aquello se ha convertido en el mejor terreno para que los malos planten la semilla que acaba dando terribles máquinas de matar que actúan en nombre de un Dios a quien le hacen decir cosas que un Dios no diría nunca.
Y entonces llegan los que entienden. O eso nos dicen. Son los que nos explican lo que pasa y por qué. Y vemos que los unos nos quieren vender el buenismo y los otros el antiislamismo. En el fondo se trata de colocarnos su ideología. Y en algunos casos directamente propaganda. ¿Escuche, y un poquito de término medio, así en general, no tendrían? Mire, no, eso va escaso. Y ponemos la TV. Y los mismos que cuando pasó todo no interrumpieron su fiesta postiza, ahora están allí haciendo una carita compungida que no te la acabas. Y la acompañan de palabras vacías y tan subidas de azúcar que provocarían un ataque de caries al propio Paulo Coelho. ¿Y aparte de la carita, qué más hacen? Nada. Buscan un decorado. No están allí para informarnos, nos están vendiendo un producto. El suyo. Es marketing. Nos hacen creer que nos explicaran lo que nadie nos explicará. Delante de la nevera de los yogures, acabamos escogiendo el que nos han convencido de que es más sano y nos hará más preciosos. Ante el mando, acabamos escogiendo a quien nos ha convencido de que su información es la más veraz y la más completa. El mercado de Calaf en su pantalla amiga.
Y sólo han pasado 48 horas. Y seguimos inmersos en un estupor ilimitado. Lógico, sólo somos unos simples y vulnerables humanos que no entendemos nada y a quienes el horror nos horroriza...