Es difícil decidirse entre Luis XIV y Luis XV. El primero pasó a la historia como el Rey Sol, no solo porque fue este astro el que escogió como emblema, sino porque se sentía como un ser infalible, un enviado de Dios, a quien representaba en la tierra. Pero su frase más conocida es la que habría pronunciado en el Parlamento de París a mediados de 1600, cuando, en medio de una fuerte disputa con los parlamentarios, habría sellado el espíritu de su reino: "L'État, c'est moi". Es decir, el estado, la corona y el pueblo convergían en su persona, y todo aquel que le injuriara o le atacara, atacaba al estado, la corona y el pueblo, convertida su figura en paradigma del poder absoluto. Pasado por el tamiz de los siglos, y con la lógica democrática del tiempo actual, Pedro Sánchez empieza a mostrar los signos del Rey Sol, con una confusión intencionada y persistente entre su figura y el estado al que representa. Y este es el punto, porque hay una gran diferencia entre "representar" a un estado, y "ser" el estado: la que marca los límites entre un líder democrático y un autarca.

Pero también podría ser un émulo del sucesor del Rey Sol, el rey Luis XV, que legó para la historia otra cita tenebrosa: "Après moi, le déluge"; es decir, después de él, el diluvio, la catástrofe, el fin... Y ciertamente debió ser una frase acertada, porque más allá de sus famosas amantes, como la marquesa de Pompadour o la condesa Du Barry, dejó una herencia calamitosa que acabaría con la cabeza de su sucesor, Luis XVI, en la guillotina. Pero, y nuevamente salvando las enormes diferencias de siglos y regímenes, Pedro Sánchez también utiliza esta idea de "o yo o el diluvio", tanto en la versión catalana, "o yo, o el caos independentista", como en la versión española, "o yo, o la derecha feroz". Es decir, fundamenta como principal virtud política la cultura del miedo.

Entre Luis XIV y Luis XV, quizás Pedro Sánchez no es ni uno, ni el otro, sino la fusión perfecta de los dos, al mismo tiempo encarnación del estado y salvador del pueblo, el estado es él y después de él, el diluvio. Sea como sea, émulo de uno u otro, lo que es seguro es que ha estudiado a Maquiavelo, cuando menos en su parte más cínica, porque en este juego de citas, hay otra del padre de la ciencia política que le queda como un guante: "A un príncipe nunca le faltan razones legítimas para romper sus promesas".

Es difícil recordar a un dirigente español que haya mentido tanto y con tanta desenvoltura como lo hace Pedro Sánchez

¡Cuántos más juegos de malabares tiene que hacer este hombre antes de que se le caigan todos los platos chinos! Con respecto a la frase de Maquiavelo, es difícil recordar a un dirigente español que haya mentido tanto y con tanta desenvoltura como lo hace Pedro Sánchez. Incumple las promesas, se desdice de afirmaciones hechas el día anterior, no tiene ninguna dificultad en cambiar de criterio y siempre jibariza a los aliados, con la esperanza de quedarse su territorio. De momento, para poner un ejemplo, queda claro que nos está tomando el pelo con el tema del catalán en Europa y, una vez pasadas las catalanas, ya ha bendecido la opa del BBVA al Sabadell. No es que sea un hombre de palabra líquida, es que sencillamente no tiene palabra.

Pero si su tendencia a mentir e incumplir promesas es especialmente aguda, todavía lo es más la megalomanía que lo ha llevado a la confusión absoluta entre su persona y el estado. La riña esperpéntica con el presidente de Argentina y el uso intencionado y chapucero del conflicto de Oriente Medio, sumado a todo el show con su mujer —convertida en estructura de estado—, incluidos los ejercicios espirituales de los cinco días, son los síntomas más inequívocos y preocupantes. En todos los casos, lo peor ha sido la evidencia de que se ha tratado de un tactismo electoral perfectamente elaborado tanto para reventar las elecciones catalanas —y así ayudar a garantizar el triunfo de Illa—, como para estresar las europeas y evitar el presumible éxito de su adversario. El escándalo no es, obviamente, que Sánchez quiera ganar todas las elecciones, como es rigor en cualquier líder político, sino la falta de escrúpulos en los métodos que utiliza.

El caso Milei es de nota: lo ataca y lo desprecia durante la campaña electoral en Argentina; no envía a nadie del Gobierno a la investidura; permite que el ministro Puente lo denigre de la manera más burda, y cuando el otro se revuelve, monta un pollo de ofensa patria implicando al Estado, la embajada, la Moncloa, los empresarios, la prensa..., un delirio absoluto, todo con la intención de crear un gran espectáculo de victimismo en su persona, nuevamente fusionada con el estado. El objetivo, doble: devorar el espacio de Sumar, conciliando en su figura a la persona a la derecha, y debilitar el espacio del PP dando protagonismo a Vox, el partido que lima las fronteras electorales de Feijóo. Y por el camino, monta un lío de enormes proporciones con un conflicto endémico y complejo, sin ninguna manía de utilizar a las víctimas de ambos bandos en favor de su oportunismo. De hecho, se le da muy bien crear graves problemas diplomáticos: Marruecos, Argelia, Argentina, Israel... Y de todos ellos saca beneficio. Es un superviviente, es un resiliente, es un táctico nato, dedicado permanentemente a mantenerse en el poder. Y en el poder está. Pero el poder por el poder es el más peligroso de los ingredientes en las artes de gobernar: crear monstruos.