Cinco años después, el independentismo perdió casi un millón de votos en las elecciones europeas del domingo pasado. Se pueden poner los "peros" que se quiera —que la última vez coincidieron con las municipales, que el asunto Puigdemont estaba caliente—, que todo no es más que la enésima confirmación de la erosión del movimiento independentista. Es equívoco tratar en bloque a todos los que, contienda electoral tras contienda electoral, deciden quedarse en casa y no votar a todos los que, de entrada, serían sus partidos naturales. El grueso de ciudadanos que no salen a votar no tienen en común los motivos por los que se abstienen ni la respuesta que les haría falta para dejar de hacerlo, pero tienen en común el desinterés, el desengaño y la desconfianza que los ha desconectado de la política. No tienen en común los objetivos por los que se abstienen, pero tienen en común —habiéndolo pensado mucho o sin haberlo pensado mucho— la premisa de que votar a los partidos tradicionales no tiene sentido para ellos.
De entre este grupo diverso de ciudadanos que han decidido cortar con el sistema de partidos, existe un grupo concreto que lo vive con aflicción: querría votar, pero la falta de autocrítica y de reestructuración de los partidos independentistas, la traición reiterada a la propia palabra y la culpabilización constante que hacen de aquellos que han dejado de votarlos, afianzan a este ciudadano en el hecho de que votar a los partidos tradicionales no sale a cuenta. No sale a cuenta si eres demócrata, porque frena las renovaciones internas necesarias para dar aire al sistema. No sale a cuenta si eres independentista, porque el voto es la aceptación de los subterfugios que todavía hoy utilizan para excusarse de no haber hecho la independencia. Y no sale a cuenta si, como ciudadano, tu autoestima queda tocada cada vez que los líderes de los partidos independentistas te riñen por no haberlos votado. Sin ir muy lejos, el último día de campaña, Carles Puigdemont se refirió a los que lo han dejado de votar como "desertores del deber de ciudadanía". Al día siguiente de las elecciones, Carme Forcadell tuiteaba que "esta abstención es la que ha traído el triunfo de los socialistas. No aprendemos". Para muchos, votar a quien culpabiliza la ciudadanía —en vez de hacer el ejercicio de asunción de culpas que les correspondería como brazo político— es participar de la erosión de la democracia en nuestro país.
Cada vez que, después de un batacazo electoral, los partidos independentistas salen a celebrar los resultados con una mano y a abroncar a quienes no los han votado con la otra, se alejan de la posibilidad de seducir a quienes han quedado en los márgenes
El luto del demócrata catalán que se abstiene, vota nulo, en blanco o partidos minoritarios que no optan a la representación, es que ha llegado a la conclusión de que ser demócrata ya no pasa para votar a los partidos que, por naturaleza, tendrían que ser los suyos. Hay un grueso —no sé como de importante— de ciudadanos de Catalunya que hoy se encuentran aquí porque sienten que no les han dejado ninguna otra opción. Cada vez que, después de un batacazo electoral, los partidos independentistas salen a celebrar los resultados con una mano y a abroncar a quienes no los han votado con la otra, se alejan de la posibilidad de seducir a quienes han quedado en los márgenes. Señalan a los desertores del "deber de ciudadanía" como si ellos no hubieran tenido nada que ver, porque asumirlo supondría pagar el precio de cada renuncia, de cada subterfugio y de cada vaciado retórico de los últimos siete años. No solo supondría un cambio de liderazgos, sino que, efectuado de raíz, debería suponer un cambio estructural, cultural y espiritual del modo que tienen de entender la política y la liberación nacional del país.
La negativa a la autocrítica, a la renovación y a la confrontación del conflicto étnico que vive Catalunya por parte de los partidos independentistas desgasta la democracia. El demócrata catalán que se abstiene o que se niega a abonar el sistema de partidos poniendo cualquier otra cosa en la papeleta, lo hace con pesar. Su derecho de participación política ha quedado decapitado. No importa si lo hace como acción política consciente o si lo hace por desprendimiento y desinterés general: un sistema de partidos —los independentistas— que arrincona casi a un millón de votantes (las últimas elecciones europeas) o que pierde más y más votantes cada vez que llama a sus potenciales electores a las urnas, es un sistema de partidos que, como mínimo, tiene problemillas que resolver. La negativa pública a resolverlos no hace más que agravar la situación. No hace falta negarles el voto desde el razonamiento político ni llenar la abstención de contenido para darse cuenta de que la pérdida de votos es lo único que pone a los tres grandes partidos independentistas contra las cuerdas. La bronca postelectoral es la reacción del perro herido y tiene el efecto contrario que quieren que tenga. El luto del demócrata catalán que ha dejado de votar a los partidos independentistas es que se ha dado cuenta de que haciéndolo, votándolos, haría a un deservicio mayor a la cultura democrática del país que dejando de votarlos.