De todo lo que se ha dicho sobre la campaña estadounidense y la posterior entronización de Trump, sorprende la insistencia (y la histeria) del común sobre cómo el magnate-presidente se ha rodeado de algunos de los tecnócratas más ricos del planeta. En efecto, la mayoría de los medios del mundo dirigieron sus miradas hacia el grupito de archibillonarios conformado por el omnipresente Elon Musk, donde encontrábamos también a Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Serguéi Brin y fortunas menos copiosas —pero igual de importantes—, como las de Sam Altman, Tim Cook, Miriam Adelson o Rupert Murdoch. De la fotografía de estos ilustres technomoguls no destacaba solo la fortuna, sino que entre todos representaban una imagen mucho más luminosa que la vetusta y fatigada multitud de los antiguos mandatarios demócratas y republicanos, en la que incluso un hombre que lleva el glamur a la corbata, como el presidente Barack Obama, parecía un fatigado carcamal.

Sé que nuestra tribu está acostumbrada a que un simple redactorcillo del Diari Ara pueda regalar lecciones a los hombres más ricos e innovadores del mundo. Pero habría que ir un pelín más lejos del prejuicio (y del resentimiento) para darse cuenta de que esta nueva pléyade de tecnócratas es el correlato dialéctico negativo a la oligarquía política que mantuvo a Joe Biden en el poder, la cual, dicho sea de paso, también contaba con los dólares de algún miembro insigne de estos señores que ahora parecen tan pavorosos. A Biden le salvó una estructura de empresarios que siempre han dependido de la política para innovar y también la estructura ancestral del Partido Demócrata. Trump ha visto muy bien la fatiga de unos ciudadanos que pueden no haber votado nunca a gente como Bernard Arnault o Mukesh Ambani, pero que se divierten mucho más teniéndolos cerca del gobierno de la nación porque les inspiran más ambición que una clase política muy rígida.

Esto de repartir talento y cultura sin cobrar ni un duro se ha acabado

A mí lo que más gracia me hace de todo este asunto es comprobar como la conciudadanía desconfía de una serie de empresarios que están a punto de conseguir cosas (si lo queréis, espantosamente superfluas) como que un cohete nos aterrice en la terraza de nuestra casa o que podamos admirar los goles de Lamine Yamal desde una cámara que lleve incrustada en las pupilas. Pero esto importa un comino, porque aquí lo importante es poner de manifiesto que todos estos señores se han hecho ricos no solo porque hayan tenido invenciones revolucionarias —algunas de las cuales, como Facebook o X, hasta hace muy poco aplaudíamos con gran entusiasmo—, sino porque todos y cada uno de nosotros hemos utilizado sus servicios de una forma casi gratuita y a menudo con una circulación informativa mucho más democratizadora y transparente que el sotobosque opaco en el que se ha convertido la política. Pese a quien pese, todos les hemos ayudado a estar cerca de Trump.

Señora mía, usted ha enriquecido al señor Mark Zuckerberg a base de compartir la tabarra diaria sobre Carles Puigdemont entre sus amigas en el grupo "1714 Donec Perficiam" en Facebook. Y tú también, Josep Maria, tú que has utilizado una gran maravilla hortera llamada Instagram para mandar el emoticono del fuego a esa fotografía de una antigua amiga del instituto a la que has encontrado en la red poniendo morritos y ataviada tan solo con un bikini, lo cual —por si fuera poco— os ha permitido reanudar el contacto para acabar tomando unos gin-tonics y follando como conejos. La gente no se hace rica por casualidad, hijitos míos, y cuando tú necesitas urgentemente un estudio sobre la ópera wagneriana publicado en Indiana University, te acoges a la omnipresencia planetaria de Jeff Bezos en vez de mover el culo y pedir el volumen en cuestión a eso que los cursis denominan "tu librería de confianza". Esto, por desgracia, funciona así.

Donald Trump ha visto muy hábilmente que EE.UU., a pesar de su pérdida de peso político, todavía es la primera potencia del mundo en términos de colonización cultural. Visto este predominio, el presidente 47 ha decidido que esto de repartir talento y cultura sin cobrar ni un duro se ha acabado. Bajo esta nueva política no hay la mano negra de un algoritmo tenebroso, sino el paso firme de una civilización en el arte de sacar rendimiento económico a su sentido de ambición y talento.