Lo que marca la diferencia entre un Estado de derecho y una dictadura bananera es el nivel de seguridad jurídica y ahora mismo en España la inseguridad jurídica ha alcanzado unos niveles propios de cualquier monarquía golfa. La batalla desatada por el Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado es un nuevo episodio del proceso de la degradación en la que vive instalado el régimen institucional español, desde la monarquía al poder judicial, pasando por la corrupción de los partidos que se alternan en la gobernanza del Estado.

En un Estado de derecho que funcione, cuando el Tribunal Supremo ve indicios suficientes para imputar un delito al fiscal general del Estado este debe dimitir de inmediato. El Estado no puede tener un fiscal sospechoso. Entre otros motivos porque un fiscal subordinado del fiscal general deberá ocuparse de la investigación de su superior. Nada más insólito. Sin embargo, el desbarajuste institucional es tan descomunal que puede entenderse que el fiscal se niegue a dimitir teniendo en cuenta la falta de credibilidad y autoridad moral del Tribunal que lo acusa, la Sala Segunda del Supremo que preside el magistrado Manuel Marchena, especializada en tergiversar los hechos, desvirtuar las leyes y emitir sentencias políticas.

La corrupción en instituciones y partidos y el absoluto descrédito de la Justicia han llevado a España a unos niveles de inseguridad jurídica propios de cualquier monarquía golfa

Marchena preside un tribunal en el que la mayoría de magistrados han intervenido de una u otra forma en las acusaciones a los líderes del proceso soberanista, y al sentirse desautorizados por la ley de amnistía, le han declarado la guerra al Gobierno de Pedro Sánchez. Y la batalla se ha extendido al conjunto de las instituciones. Existe una rebelión del Poder Judicial contra el Legislativo que se materializa con el boicot a la ley de amnistía. También hay un juez, Juan Carlos Peinado, que acusa a la pareja del presidente del Gobierno y entonces es la abogacía del Estado, que en defensa de la honorabilidad del presidente, se querella contra el juez.

No hay institución creíble en un país donde se conoce la corrupción sistemática con la que ha funcionado la monarquía, con enriquecimientos ilícitos y la reconocida malversación de fondos públicos para esconder pruebas e incluso para pagar los silencios de las putas del Rey. A ningún fiscal ni juez se le ha ocurrido intervenir de oficio. Se ha argumentado que el Rey es inviolable, pero los funcionarios y los gobernantes que participaban por acción o por omisión en el latrocinio no eran inviolables. Aunque los delitos hubieran prescrito, la verdad nos haría algo más libres. Ahora Pedro Sánchez anuncia un Plan de Acción por la Democracia y la primera advertencia es que no se suprimirá el delito de ofensas a la Corona y que se mantendrá la inviolabilidad del Monarca por si necesita reincidir como sus antepasados.

En cualquier país normal el fiscal general renunciaría inmediatamente del cargo al levantarse sospechas sobre su persona, pero en España no hace falta que dimita porque lo acusa el Tribunal más desacreditado, especializado en tergiversar hechos y desvirtuar leyes impunemente

El cuadro es impresionante e impresionista. Pedro Sánchez llegó al Gobierno descabalgando a Mariano Rajoy con una moción de censura que se justificaba por la corrupción del Partido Popular. Ahora el PP pretende rehacer el camino y ha presentado una querella contra el PSOE por corrupción. Son contundentes los datos publicados respecto a la corrupción en el llamado Caso Koldo, que como afecta el exministro Ábalos, pieza clave en el ascenso de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE, plantean una seria cuestión de responsabilidad política al presidente. Sin embargo, el Partido Popular es consciente de que no está en condiciones de ganar una moción de censura. Ninguna de las minorías, salvo Vox, apoyaría al partido más corrupto de Europa dando lecciones de honestidad. Así que el PP ha pedido auxilio a los aliados que sí podrían derribar al Gobierno: los jueces.

Basado en informaciones anónimas publicadas por un medio antigubernamental, el PP ha presentado la querella contra el PSOE, entre otras acusaciones, por financiación ilegal. La base de la acusación no es muy sólida, pero precisamente la arbitrariedad y el lawfare que se ha venido practicando en el ámbito de la justicia en los últimos años no permite descartar ningún escenario.

El Partido Popular, impotente ante la mayoría parlamentaria que aguanta a Pedro Sánchez, solo confía para derribarlo en sus aliados extraparlamentarios, los jueces

El régimen políticoinstitucional español sufre una crisis profunda, pero no se vislumbra una catarsis que de repente convierta España en una moderna república. Que haya algunos políticos o jueces corruptos es hasta cierto punto inevitable. Ocurre en todas partes, pero los países democráticos más avanzados dotan al sistema de contrapoderes y de organismos de control con capacidad regeneradora. En España la mala praxis judicial tiene premio. Jueces incompetentes con clamorosos errores judiciales son ascendidos a la cúpula de poder. Con aval judicial, los servicios de Inteligencia funcionan como un poder autónomo que no debe rendir cuentas a nadie. La ley mordaza y otras iniciativas que restringen derechos y libertades son la coartada judicial que da barra libre a los abusos policiales y a la persecución arbitraria, incluso de artistas y titiriteros… Bueno, y el sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas es la clave de bóveda que ha dado lugar a un régimen oligárquico cerrado que se quiere irreformable. Es conocida la frase que se le atribuye a Bismarck: “España es el país más fuerte del mundo. Hace siglos que quiere destruirse a sí mismo y todavía no lo ha logrado”. Hay fortalezas que funcionan como una maldición.