Al empezar el maldito septiembre, el principal problema que necesita resolver la democracia española —si quisiera considerarse como tal— sigue siendo la rebelión del poder judicial contra el legislativo al negarse a aplicar leyes que forman parte de la voluntad democráticamente expresada por la mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, han pasado las vacaciones de verano y una crisis institucional tan trascendente, casi podría decirse crisis de régimen, ha quedado relegada de los asuntos principales del debate político, de las reflexiones intelectuales y en la agenda de los medios. El lawfare de los tribunales ya solo interesa si afecta a la esposa del presidente. Parece como si no se pudiera hacer nada contra el bunker judicial y que tampoco hay que preocuparse demasiado, si a corto plazo, el perjudicado, no el único, pero el más conocido, se llama Carles Puigdemont. Después lo será todo el mundo.

La democracia se deteriora cuando los periodistas exigen a la policía mayor contundencia en la represión, en vez de interpelarla por sus excesos

Que colectivamente se han perdido escrúpulos y criterios democráticos es obvio, cuando el debate se centra en la no detención de Puigdemont y no en el lawfare del Tribunal Supremo. Es especialmente significativo cuando la inmensa mayoría de periodistas, en la conferencia de prensa más inverosímil, se lamentaban y atacaban a la policía por no haber sido lo suficientemente contundente con la represión y no haber detenido a Puigdemont. En cambio, apenas hubo interpelación alguna por una megaoperación que perjudicó y conculcó derechos fundamentales a ciudadanos en todo el país, más propia de la persecución de un asesino en serie que de un representante electo, pacífico y democrático.

Una combinación de motivación política y de incompetencia contrastada de los mandos promocionados a la cúpula alimentó un ridículo exceso de celo. Al mayor Trapero no le habría pasado. El 1 de octubre, los Mossos a sus órdenes cumplieron las órdenes judiciales mejor que los piolines de Pérez de los Cobos.

El exceso de celo venía motivado porque la prioridad no era la detención, sino impedir que el presidente exiliado interviniera en el debate de investidura y pudiera hacerla descarrilar, apelando a la conciencia de algún diputado republicano. Y también por la posibilidad de que Puigdemont se convirtiera en un Julian Assange refugiado en la cámara catalana… O detenido por una incursión violenta en el edificio, que habría sido un escándalo retransmitido en directo por todo el planeta.

Sigue habiendo represaliados pendientes de juicio y exiliados a los que no se les aplica la amnistía, pero el establishment proclama sin tapujos la “recuperación de la normalidad institucional”, gracias al nuevo presidente, Salvador illa, encargado de “pasar página” del Procés. Argumentos no le faltan. Después de una década de Procés ha quedado mucho trabajo pendiente, sobre todo de infraestructuras, que los distintos gobiernos españoles, con la excusa del Procés, y los gobiernos catalanes por incompetencia, han dejado empantanadas.

Salvador Illa ha hecho algunos nombramientos de solvencia contrastada, pero también ha incorporado a puestos clave a personas de trayectoria beligerante no sólo con el soberanismo, sino también con la lengua y las reivindicaciones nacionales. Es un misterio la renuncia de ERC a gobernar en coalición y ejercer de contrapeso.

Así que hay un nuevo Govern en Catalunya que por primera vez en la historia se proclama orgullosamente españolista. Cuesta entender que puestos a entregar la presidencia a Salvador Illa, que ya ha sido todo un trance, Esquerra Republicana no haya levantado el precio de su apoyo y haya puesto como condición formar parte del Ejecutivo, siquiera para ejercer algún contrapeso. Se podía entender que no querían repetir las elecciones, se podía entender que hacían presidente Salvador Illa para neutralizar definitivamente a Puigdemont, y se podía entender que querían continuar teniendo mucha gente colocada, así que es todo un misterio que ERC haya tomado una decisión que le supone un desgaste enorme, renunciando a las contrapartidas de poder, de recursos y de notoriedad que podía haber conseguido. Los estrategas socialistas ya informaban previamente de que su objetivo era gobernar en solitario, la cuestión es con qué argumentos, suficientemente coercitivos, han logrado el cheque en blanco de los republicanos. Algún día, algún historiador lo revelará.

ERC ha dejado vía libre a Salvador Illa y el nuevo president, junto a nombramientos que parecen de solvencia contrastada y suficientemente adecuados a su labor, también ha decidido la incorporación en puestos clave de la institución a personas de trayectoria tan beligerante no solo con el soberanismo, sino también con la lengua y las reivindicaciones nacionales, que suponen una preocupante declaración de intenciones, sobre todo si se trata de preservar la convivencia y gobernar para todos.

Y bueno, con la toma de posesión de Salvador Illa, la conclusión más reiterada ha sido que el Procés ha muerto. De hecho, algunos analistas lo han repetido tantas veces en los últimos años que parecen referirse a un cuerpo con mala salud de hierro que nunca acaba de morir. Todo el mundo sabe que el independentismo como movimiento político seguirá existiendo, con más o menos fuerza, con mayor o menor influencia y con líderes más o menos competentes. Sin embargo, también hay que decir que desde el punto de vista soberanista el Procés ha propiciado lo contrario de lo que se proponía. Ahora hay menos autogobierno que antes, la lengua catalana está más discriminada, el prestigio de la causa ha caído en picado y las prioridades del Govern son distintas a las de todos sus antecesores.

No todos son iguales, pero se mire como se mire, los generales que han propiciado la derrota que ha supuesto el Procés son responsables de un fracaso que, aunque se vuelvan a postular, difícilmente generarán en la ciudadanía una nueva esperanza de futuro.

Y pese al desastre, los generales que han propiciado la derrota parecen pretender volver a postularse para liderar ya no se sabe qué ni con qué objetivo. No sería justo poner todos los generales en el mismo saco. No han estado en la misma posición en el campo de batalla. Y no es lo mismo plantear una estrategia, tan discutible como se considere, pero de sincera lucha por derechos y libertades y de resistencia democrática, que siempre permanecerá como referente, que la impostura premeditada y aplicada sistemáticamente desde el principio. Sin embargo, los símbolos perduran, pero no hacen política. Los generales derrotados son responsables de un fracaso. Tal y como funciona la política partidaria, obtendrán seguramente el apoyo de los militantes acríticos, pero más allá, difícilmente generarán en la ciudadanía una nueva esperanza de futuro.