Llego con tiempo, por aquello de no tener problemas en caso de. En los aeropuertos, siempre hay que tener en cuenta esta expresión "en caso de", por si tienes que agarrarte a un plan B, C o D antes de mandarlos a todos a la mierda. A pesar de ser un 4 de agosto, está la gente justa para volverse loco sin perder los estribos. Tenemos que embarcar una maleta por el check-in automático, y allí está un empleado de AENA —Dios bendiga esta compañía dirigida por un consejo de administración más secreto que el de la CIA, con sueldos más altos que los de un ministro y con más puertas giratorias que una compañía gasística—, que te ayuda a encontrar problemas. Nuestra maleta sobrepasa en tres kilos los veinte que pagamos y toca vaciarla de libros y colocarlos a presión en la bolsa de mano mientras el empleado de AENA se peina el pelo con los dedos. Lleva un corte extraño, como el de esos perros lanudos, y con un flequillo que le rasga la mirada, y pienso que debe ser una currada mantener esa mata levantada, tal como le gusta. Quizás cree que es un buen método de camuflaje, pero es demasiado exagerado para pasar desapercibido. Y me viene a la mente la historia de ese atracador que robó una tienda enmascarado y, una vez cometido el robo, se tiñó el pelo de un azul tan estridente que los mossos sospecharon de él y lo detuvieron.
Una vez superado el apuro de la maleta, toca pasar el control de seguridad. Si uno cierra los ojos y hace el ejercicio de olvidarse de la ciudad donde está, al abrirlos, seguramente pensará que se encuentra en Sudamérica. Como lengua, el catalán ha desaparecido de todo ese teatro estival, y me cabreo. Pienso en los sueldos de los guardas de seguridad, todos migrantes. Deben ser bajos —la situación del recién llegado por necesidad siempre es precaria—, de acuerdo con la voluntad de la empresa subcontratada por AENA de obtener beneficios, su máxima preocupación, sin preocuparse de nimiedades como el catalán. Ahora que Salvador Illa será el nuevo president de la Generalitat y la Jessi o la Ada potenciales vicepresidentas, arreglarán, a buen seguro, el problema de la inexistencia del uso del catalán en el Aeropuerto de El Prat, porque, como todo el mundo sabe, tanto para el PSC como para los Comunes el problema del catalán ha sido una de las preocupaciones más preocupantes de sus preocupadas ansias de ocupar las poltronas. Entre los barones de la vieja política y las baronesas del 15 M, estamos bien jodidos. Entre la inocencia suicida de ERC y el Matrix en el que vive Junts, estamos bien jodidos. Y todo me hace pensar que no se vive tan mal en un aeropuerto que te hace sentir como si estuvieras a seis mil kilómetros de Vallvidrera y del Parlament de Catalunya.
Superado el problema del control, observo a dos subcontratados de seguridad mientras me pongo de nuevo el cinturón, los zapatos, las gafas y rehago la mochila como un Tetris disfuncional. Los dos hombres se las tienen verbalmente por un problema de galones. Están como aquellos sargentos chusqueros que solían pelearse en el campamento donde yo hacía la mili por una cuestión de peso testicular. Galones y testículos son algo parecido. Y reconozco que estas situaciones —la tensión testosterónica entre dos machos— me divierten y me crean la necesidad de comer algo y tomarme un café. En el aeropuerto, la oferta gastronómica es posmoderna y encuentras todos aquellos productos que hay en cualquier aeropuerto del mundo, excepto, por supuesto, el jamón Ibérico de procedencia dudosa, porque no hay tanto cerdo para tanta demanda de patas momificadas 5 Jota. En general, la comida es de un nivel tan vulgar, que lo mejor es apostar por la vulgaridad máxima, un McMuffin de salchicha y un café que parece el agua extraída de un calcetín sucio.
En El Prat, el catalán ha desaparecido por completo. Si uno cierra los ojos y hace el ejercicio de olvidarse de la ciudad donde está, al abrirlos, seguramente pensará que se encuentra en Sudamérica
Sentado en el lugar reservado para los fumadores, pienso que me quedan 27 días para dejar de fumar. El día 1 de septiembre —le prometí a la Meri— me pasaré al otro bando y trataré de convencerme de que cada cigarrillo ahorrado es un minuto de vida ganado. Como cliente aeroportuario, una realidad paralela, cada minuto ahorrado es un cigarrillo ganado, y fumo disfrutando del hecho de formar parte de este bestiario estival nicotinado. He intentado no vestirme de turista ortodoxa, pero llevo las vacaciones grabadas en la cara. Y fumo mirando a mi alrededor mientras pienso si ese tipo que me mira en la distancia me ve tan ridículo como lo veo yo a él. Lleva gorra de visera —de béisbol, decimos los antiguos—, una de esas que valen cincuenta euros en la tienda y que venden por cinco en los manteros. Más allá hay un grupo de chicas que fuman tabaco calentado sin combustión, que sabe a todo menos a tabaco, y a su lado, está sentado un hombre que aspira el humo de un Ducados como si le hubieran anunciado el apocalipsis. Respecto al tabaco calentado sin combustión, lo he fumado y es como hacerse una paja sin deseo.
La zona de fumadores está sucia. Las colillas no tiradas a la papelera se han colado entre los listones del banco y el culo me huele a nicotina. Así que vuelvo a entrar en el edificio aeroportuario con la sensación de que la Terminal 1 de El Prat está entre la ejemplaridad funcional y la decadencia. Si no se invierte pronto, empezará a tener ese tufo de la Barcelona preolímpica. En el aeropuerto de El Prat todo es muy caro. Un té, por ejemplo, vale casi cuatro euros, y entre las esperas y los retrasos, te puedes dejar la pasta destinada a las vacaciones.
La puerta de embarque es la A16. Volamos con Vueling, la penitencia low cost que sufrimos los barceloneses y que te venden como si fuera Iberia, la high class madrileña, y como nada es imposible y todo está por hacer, me espero lo peor, aunque sé que es el precio que debo pagar por ser un turista de mierda adicto a los viajes. Tenemos suerte y solo salimos con cuarenta minutos de retraso. Una vez en el aire, un único deseo me ronda por el cerebro y no se cumple: cuando aterrizamos en Atenas, los pasajeros aplauden como los náufragos que hemos sido rescatados a la deriva de este agosto ardiente.