El verano de ahora hace once o doce años fuimos a celebrar el cumpleaños de un amigo del grupo en su piscina. Mi grupo de amigos de hoy todavía es el mismo que entonces: son los amigos que hice en la Escuela Sant Lluís Gonçaga, en la Garriga, donde estudié catorce años y de la cual guardo un buen recuerdo. Entre hormonas, risotadas y la conturbación típica de quien está haciendo la transición de la infancia a la edad adulta, en las escaleras de aquella piscina empezó una conversación que los años y los acontecimientos han hecho importante. Uno de los amigos comentó que se había enterado de que un profesor de la escuela —el hombre que había sido nuestro tutor de cuarto de ESO y que entonces era la jefe de estudios— había enviado fotografías de su culo a un par de compañeros de clase. El profesor, además, había pedido una fotografía del culo de los alumnos —que aquel verano ya eran exalumnos— a cambio. El recuerdo de aquella piscina es importante por muchas cosas, pero lo que más me atrapa todavía ahora es que las chicas del grupo, que entonces debíamos tener quince o dieciséis años, enseguida advertimos unánimemente a nuestros amigos machos: esto que nos estaban explicando era un abuso sexual. No era ningún juego, ni era ninguna broma. Era serio. La clarividencia con que nosotras lo interpretamos fue inversamente proporcional a la capacidad para entender de qué les estábamos hablando de los chicos que estaban en aquella piscina. Resulta que éramos nosotras, las que no lo entendíamos y lo hacíamos demasiado grande: era un código de hombres, un cachondeo masculino con que algunos de los chicos de la clase tenían el privilegio de poder relacionarse con aquel profesor.

 

La fortaleza que anhelan para validar su masculinidad, en el fondo, tiene más que ver con destapar los presuntos abusos y el acoso sexual de un profesor que con encubrirlo

 

Hace cosa de un par de meses se hizo público que el jefe de estudios, el profesor, era investigado por delitos sexuales cometidos a lo largo de los años en que estuvo en la escuela. "Son ocho denunciantes, pero creen que hay muchas más víctimas", publicaba este jueves el diario Ara en una pieza larga. De hecho, la mayoría de los que todavía tenemos contacto con alguno de nuestros compañeros de clase sospechamos que hay muchas otras víctimas, pero que o bien no se han atrevido a hablar o bien todavía no han encontrado las herramientas para entender que aquello que les pasó eran presuntos abusos sexuales. Igual que los amigos del grupo que en aquella piscina defendían al profesor entendiendo que la alternativa era sentirse víctimas de alguna cosa, bien seguro que el proceso judicial que ha abierto y la eclosión de denuncias ha hecho replantearse y revisar la relación que muchos chicos tenían con aquel profesor.

Uno de los problemas de fondo que ha destapado este caso de presuntos abusos y acoso sexual es que los chicos adolescentes que presuntamente fueron víctimas no contaban con el discernimiento para identificar los abusos como abusos. Que hay una politización feminista que vivimos las chicas de mi generación —y de mi entorno— cuando éramos adolescentes que, como mínimo con respecto a violencias sexuales, nos dio un marco mental útil para entender como nuestra condición de mujeres nos ponía en peligro. Con los chicos no fue así. Con respecto al profesor en cuestión, parece que con un poco de juego y un poco de proximidad gamberra hubo suficiente para que presuntamente empezara el intercambio de imágenes sexuales, que algunas de las víctimas han explicado que culminaron en tocamientos. Me da la sensación que, cuando eso pasa, la red de silencios que hace de coraza en este tipo de casos es más difícil de romper, porque en la asunción de uno mismo como presunta víctima va unido un reconocimiento de la vulnerabilidad que choca frontalmente con el tipo de masculinidad con que el adolescente hegemónico se quiere identificar. Haciendo un cálculo torpe, delante del resto de machos, nadie quiere ser el chico débil de quien el profesor presuntamente se ha aprovechado. Atado y bien atado, con el silencio cómplice de quien está en unos años en que la aceptación del grupo es el pilar más sólido de su identidad —como mínimo durante el momento en que se cometían los presuntos abusos—, para todos los implicados la opción de no entenderlo como un abuso siempre era la que salía más a cuenta. Asumo que de este contexto sobrehormonado de masculinidades recién estrenadas también se valió, presuntamente, el profesor.

Las cosas, sin embargo, han cambiado. Hay ocho denunciantes que han roto el silencio, un silencio que a menudo es grueso y pide esfuerzo y coraje para ser roto. Como en tantos y tantos casos de presuntos abusos y acoso sexual, las acusaciones han decepcionado, pero no han sorprendido. O, como mínimo, a muchos no nos han sorprendido. Como en tantos y tantos casos de presuntos abusos y acoso sexual, paradójicamente, el silencio está hecho de rumores. En este caso concreto, está hecho de rumores de los cuales alguien —no sabemos cuánta gente, no sabemos exactamente quién— pensó que salía más a cuenta no estirar el hilo para descubrir qué cantidad de verdad había en su final. Cuando aquello que hay al final del hilo son presuntos abusos y acoso sexual, sin embargo, hacer buena harina y hacerse el sueco, en el año 2025, ya no sale a cuenta. Esta es una de las lecciones más valiosas que muchos de los que decidieron mirar hacia otro lado se llevarán de todo esto: el silencio, a largo plazo, ya no es la mejor alternativa. Además, como con todo, siempre tiene mejor retorno hacer las cosas bien, porque acompaña la satisfacción de no haberse doblado al miedo.

Algunos de los chicos que acusan al profesor se han atrevido a hablar con los medios. Su voz es valiosa para muchas cosas, pero me parece que lo más importante tiene que ver con aquello que, de entrada, a algunos no les permitió hablar: que la fortaleza que anhelan para validar su masculinidad, en el fondo, tiene más que ver con destapar los presuntos abusos y el acoso sexual de un profesor que con encubrirlo; tiene más que ver con asumir los riesgos de dar la cara para denunciar una situación que creen injusta que con excusarla; tiene más que ver con entrenar la firmeza de convicciones y endurecerse el criterio que con ser gente blanda que nunca alza la espada para nada; tiene más que ver con la generosidad de dar la cara para proteger a los que puedan venir detrás que con callar en pro de la aceptación de grupo. Todo eso se tiene que poder decir, sin embargo, respetando que hay presuntas víctimas que todavía no han podido hablar, y que hay padres que no han sabido como hacérselo para preguntar y averiguar hasta qué punto sus hijos fueron y son, efectivamente, presuntas víctimas. En este tipo de casos, si no se redirige bien la culpa —que corresponde a quien presuntamente ha cometido el agravio—, padres e hijos pueden acabar pensando que tienen responsabilidad sobre aquello que ha sucedido. Es una respuesta habitual del cuerpo para evitar el conflicto, por eso hace falta ponerse terco y deshacer cualquier telaraña de culpas que exculpe al presunto perpetrador de abusos y sus encubridores, si es que ha tenido. Por eso, también, he escrito esta columna. Ojalá ayude a los que todavía no han podido hablar a encontrar la rendija.

Para muchos de los que hemos sido exalumnos de la escuela y tuvimos el hombre acusado de profesor, el último par de meses no ha sido fácil. Seguro que ha sido infinitamente más fácil que el último par de meses de los chicos que lo han denunciado y sus familias, pero no ha sido fácil. Hemos tenido que ver el patio donde jugamos de pequeños en el telediario, nos hemos tenido que preguntar entre nosotros —hemos tenido que preguntar a los chicos que compartieron aula con nosotros, sobre todo— si alguien había sido su víctima, hemos tenido que encontrar la manera de preservar el romanticismo de los años que pasamos en la escuela sin que la mancha de los presuntos abusos y acoso lo ensucie de arriba abajo. En todo esto, sin embargo, he conseguido encontrar un pensamiento que me da confort, e incluso hay días que me da esperanza. Después de todo lo que ha pasado y de todo lo que se ha destapado, si este verano volviéramos en aquella piscina con los amigos de siempre, los de la Escuela Sant Lluís, con los amigos a quién me refiero cuándo digo "a mis amigos", y alguien nos hablara de un caso de presuntos abusos y acoso sexual perpetrado en unos términos parecidos al caso de nuestra escuela, hoy la conversación sería bastante diferente de como lo fue ahora hace doce años. Cuando me miro la mancha y lo veo todo negro, por aquí es por donde entra la luz.