Seis meses después, poco a poco se va dibujando el nuevo escenario hacia el que evoluciona el tablero de ajedrez global resultante del terremoto —con réplicas que se prolongarán en el tiempo— que está significando la Covid-19. Y si es cierto que desde el principio intuíamos que poca cosa buena podía resultar de una situación tan sorprendente como contundente e inesperada, cada vez queda más claro que se avistan unos tiempos de una extrema volatilidad en la esfera internacional, de una incertidumbre e incandescencia como hacía años que no veíamos.
Los disturbios en los Estados Unidos y en Brasil son indicios claros de ello. No es casualidad que se hayan dado en los dos países con un número de casos más alto de Covid-19 del mundo: los EE.UU. rozan los dos millones de casos y con más de 100.000 muertes, y el Brasil está a punto de llegar a los 700.000 casos y más de treinta mil muertes. Y si bien es cierto que el origen de los peores disturbios en más de veinte años en los Estados Unidos está en la muerte en manos de la policía de Minneapolis de un ciudadano afroamericano (y una gestión presidencial que tampoco ayuda demasiado), a nadie se le escapa que la rabia que este hecho ha desencadenado se ha alimentado y mucho de la frustración acumulada de estos últimos meses. Cuando el racismo estructural en los Estados Unidos se ha visto confirmado de manera abrumadora por el porcentaje de afectación y de muertes por el coronavirus en la población afroamericana, muy superior al de la población blanca. Y estamos hablando de cuarenta ciudades con toque de queda, el despliegue de la Guardia Nacional y Policía Militar en varios estados y la militarización de la capital, Washington D.C.; poca broma.
La cuestión, sin embargo, es que no se trata de dos situaciones aisladas. El potencial desestabilizador de la Covid-19 en algunas de las principales potencias mundiales y, en paralelo, en las relaciones entras ellas es realmente alto; como la incertidumbre que se deriva.
Continuando con los Estados Unidos, el espectáculo del enfrentamiento entre el presidente Trump y varios gobernadores —rozando la crisis constitucional—, los ataques a la OMS o la progresiva y preocupante escalada de tensión con China, siempre en el contexto de la crisis del coronavirus, no hacen prever nada bueno. Y todo ello en un contexto de año electoral, con una curva epidemiológica que se resiste a descender de manera significativa... y uno de los presidentes más polémicos de la historia que opta para la reelección. Y si bien el repunte de la ocupación del último mes parece que ha dado cierto aire a la Casa Blanca, las encuestas demuestran un gran malestar en amplias franjas de la sociedad norteamericana. Y las relaciones con aliados tradicionales de Washington —como Alemania— pasan los momentos más tensos de los últimos años. Territorio abonado para la incertidumbre.
Pero de todas las variables y los cambios que el coronavirus está llevando a la arena global, los más relevantes seguramente están en China. Y es que la pandemia aporta elementos que acompañan a cambios de comportamiento de la potencia asiática, y no se trata exclusivamente de Hong Kong. Es evidente que los cambios legislativos anunciados con respecto a la excolonia británica hace tiempo que se estaban preparando, pero el contexto de la Covid-19 seguramente lo ha acelerado. El mundo, en el fondo, tiene otros problemas en los que focalizarse y los Estados Unidos dejan de estar —de lejos— en una posición de fuerza para imponerse ni en este ni en muchos otros aspectos, y China lo piensa aprovechar.
Es más, los ataques lanzados desde la Casa Blanca en referencia al "virus chino" no han tenido ningún efecto real sobre Pekín, y más bien han ayudado a consolidar la evolución hacia una política exterior más agresiva como la que promueve el presidente Xi Jinping. De hecho, la comparativa de cómo se está tratando la pandemia en China respecto de los Estados Unidos, con todas sus sombras y dudas, no carga a favor de Washington.
En un contexto como el actual, en el que hay pocos países del mundo —y menos entre las grandes potencias— que puedan realmente presumir de su gestión de la pandemia, los incentivos y la tentación para encontrar cabezas de turco internas o externas que ayuden a desviar la atención o redirigir la rabia de la opinión pública son muy elevados
Y después de Hong Kong viene Taiwán. Con pocos días de diferencia del anuncio de la nueva legislación sobre Hong Kong, con las implicaciones que comporta, el gobierno de Pekín retira la palabra "pacífico" de su llamamiento anual a la reunificación con esta isla. Pero es que, en pocas semanas, estos dos hechos se suman al séptimo incidente —en lo que llevamos de año— entre las fuerzas aéreas chinas y taiwanesas; a nuevas escaramuzas entre tropas chinas y de la India en la zona fronteriza en disputa en el Himalaya (y el consecuente envío de refuerzos a los dos lados de la frontera); al hundimiento de un pesquero vietnamita por parte de la Guardia Costera China en aguas también bajo discusión; o se informa de incidentes de barcos de China en torno a una plataforma petrolera gestionada por Malasia.
Tampoco podemos ignorar la situación en la Federación Rusa. Pasados de largo los 400.000 casos de Covid-19, y con una curva de casos en crecimiento importante, Putin está viviendo su popularidad más baja en mucho tiempo, a la vez que el seguimiento en las redes sociales de sus principales opositores sube como la espuma. Y todo eso pendiente de un referéndum el 1 de julio que tiene que aprobar la reforma constitucional que lo tiene que perpetuar en el poder. Referéndum, sin embargo, que poco ayudará a contener la pandemia.
En este contexto, las imágenes de hace unos meses en las cuales Rusia enviaba aviones de carga llenos de mascarillas a los Estados Unidos o desplegaba apoyo militar en la lucha contra el coronavirus en el norte de Italia quedan muy lejos. Y Rusia tampoco se ha podido ahorrar tensiones con China, con reproches mutuos respecto del cierre de las fronteras terrestres o sobre la importación de nuevos casos de un país al otro.
Donde también llueve sobre mojado es en América Latina, que, junto con los Estados Unidos, es el nuevo epicentro de la pandemia, superando conjuntamente los 3 millones de casos respecto de los 2,3 millones en Europa. El caso paradigmático es el ya mencionado Brasil, con un presidente "negacionista", fiel seguidor de la doctrina Trump, a pesar de ser ya el segundo país del mundo en número de casos. Pero veremos cómo reaccionan países como Chile, ahora que ya ha superado los 130.000 casos, que arrastra una temporada de inestabilidad con un gobierno fuertemente contestado en la calle (que recordemos obligó a trasladar la COP25 de Santiago de Chile a Madrid); o Perú que, a pesar de haber tomado medidas más estrictas, alcanza ya los 200.000 casos. El coronavirus también crece en el Golfo Pérsico y en la India y países vecinos, donde se está levantando el mayor confinamiento del mundo, que afectaba aproximadamente a 1.300 millones de personas.
Y es que en un contexto como el actual, en el que hay pocos países del mundo —y menos entre las grandes potencias— que puedan realmente presumir de su gestión de la pandemia, los incentivos y la tentación para encontrar cabezas de turco internas o externas que ayuden a desviar la atención o redirigir la rabia de la opinión pública son muy elevados. Si a ello se le suman liderazgos polémicos o autocráticos, las tensiones preexistentes, o unas previsiones a corto poco ufanas en el ámbito económico; el escenario al que nos enfrentamos es poco prometedor, y sobre todo incierto.
Mientras en Europa la tormenta (o la primera oleada) amaina, en el resto del mundo la pandemia crece, y con ella la inestabilidad y la volatilidad.