El traspaso a los 96 años de Isabel II, soberana del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, así como de otros 14 estados soberanos (de Australia a Canadá, pasando por Jamaica, Papúa Nueva Guinea o Nueva Zelanda), jefa de la Commonwealth y de la Iglesia Anglicana marca un punto de inflexión en la historia de un país, el Reino Unido, y de una institución, la Corona Británica, que durante siglos han jugado un rol clave no solamente a escala europea, sino que también a nivel mundial.
El reinado de Isabel II ha sido el más largo de la historia de su país, superando los míticos 63 años del de la reina Victoria, y el segundo más largo de la historia por detrás de Luis XIV de Francia que reinó 72 a caballo entre los siglos XVII y XVIII. En contraste pero con la época expansiva victoriana, los setenta años de reinado de Isabel II (de 1952 a 2022) han estado marcados precisamente por la definitiva y progresiva desaparición de uno de los imperios más grandes y poderosos que ha conocido la historia. Y no solamente eso, durante estas siete décadas el Reino Unido ha perdido irremediablemente su imperio a la vez que también ha visto decaer vertiginosamente su peso como potencia global y regional.
Obviamente, y a diferencia de otras épocas, esta evolución de la política y el poder británico no son atribuibles a su monarca, sino que en todo caso responderían a la tarea llevada a cabo por los 15 primeros ministros que se han ido sucediendo bajo su reinado y, sobre todo, al devenir y las dinámicas de la historia.
Pero para muchos británicos ha sido precisamente la figura de Isabel II, la estabilidad que esta proyectaba, y el brillo de una Corte y de unas maneras más propias de otro tiempo y de otra correlación de fuerzas, aquello que les ha hecho posible ir asumiendo y aceptando esta decadencia obvia y objetiva respecto del papel y la posición del Reino Unido en el mundo.
Y por eso, en un momento donde los retos para el Reino Unido son enormes, empezando por las consecuencias económicas y políticas derivadas del Brexit, la COVID y la guerra en Ucrania, pero siguiendo por el legado de uno de los que muchos consideran el peor primer ministro cuando menos de las décadas recientes; todo será más difícil de gestionar sin la referencia de una figura tanto respetada, en algunos casos incluso venerada, como la de Isabel II. Sin olvidar el dosier escocés que, conjuntamente con el norirlandés, pueden condicionar la viabilidad a corto y medio plazo del Reino Unido como entidad política.
Uno de los hechos que ha sorprendido a muchos observadores de este reinado es la aparente buena relación que la reina, el principal símbolo de la tradición de un país muy conservador y —no hay que olvidarlo— detentora de una fortuna importantísima, tuvo con varios primeros ministros laboristas, más recientemente con Blair pero también con Harold Wilson en su día. Lo que contrasta con la reputada mala relación que tuvo con uno de los iconos de los neoconservadores como Margaret Thatcher. Paradojas de un país en el que en las últimas décadas uno de los principales baluartes institucionales de los derechos humanos ha sido curiosamente la cámara de los Lores. Recordemos sino su rol en el caso Pinochet, o la negativa de esta cámara no electiva a aceptar draconianos recortes de derechos propuestos por Tony Blair a raíz de los atentados del 9/11 y aprobados con amplia mayoría en la Cámara de los Comunes, ésta sí electiva.
Nada volverá a ser igual en la Corte de Sant Jaume. Los que conocen bien su querida Commonwealth saben que esta quedará tocada por la desaparición de su máxima embajadora, también conocida como la "psiquiatra del Commonwealth" por la reconocida dedicación y actitud que tenía al tratar a los líderes de los países que la conformaban. Como tampoco hay pocas dudas del camino unidireccional hacia la república que tomarán muchos de los mencionados 14 estados de los que todavía sigue siendo formalmente el soberano el titular de la Corona Británica; debilitándose así todavía más los frágiles vínculos que restaban entre la antigua metrópolis y diversos antiguos componentes del imperio.
El entierro de la reina -y con ella de las últimas luces de lo que había sido un gran imperio- será seguramente majestuoso, como probablemente lo será también la coronación de su hijo y sucesor o la primera ceremonia de apertura que este hará de las sesiones del Parlamento, automáticamente suspendidas por la muerte del monarca. Pero tampoco hay muchas dudas de las profundas reformas en las que se tendrá que someter la institución monárquica por excelencia si quiere sobrevivir a los retos que lo esperan, y más a la vista de la tendencia al escándalo, o situaciones turbias, que tienen muchos de los miembros de la familia Windsor.
Con una llamada del lord camarlengo a la primera ministra comunicante el traspaso de la reina se ha activado la operación London Bridge, la que determina todos los procedimientos que se seguirán a partir de ahora hasta la coronación del nuevo monarca, Carlos III, y que no deja de ser una curiosa mezcla de un arcaico ceremonial de raíces medievales combinado con una cuidada estrategia de medios y redes sociales. Y con el sepelio de Isabel II se consumará el traspaso definitivo del símbolo de lo que fue, ahora ya hace años, un gran imperio.