Castillo de Marraq, Bayona (País Vasco francés); 6 de mayo de 1808. Carlos IV de España y su hijo y heredero Fernando VII de España (quintos y sextos Borbones hispánicos, respectivamente) vendían la corona española a Napoleón Bonaparte, en aquel momento, emperador de Francia. Los Borbones españoles vendieron sus derechos a cambio de una pensión anual y vitalicia de cuatro millones de francos franceses, un castillo en el País Vasco francés para el padre, y la corona del reino de Etruria (el antiguo ducado independiente de la Toscana) para el hijo. Dos meses más tarde, el 6 de julio de 1808, Napoleón -el nuevo propietario de la corona española- cedía a su hermano mayor los derechos que había adquirido; y José I Bonaparte era proclamado rey de España, con tanta o más legitimidad que la de Felipe de Borbón, cuando el año 1700 un discutible testamento lo situaba en el trono de Madrid.
El 30 de junio de 1808, un grupo de sesenta y cinco notables españoles terminaban la primera Constitución de la historia española: la Carta de Bayona, solemnemente promulgada en Madrid el 8 de julio de 1808 por el rey José I. "Pepa", publicada el 19 de marzo de 1812 (es decir, cuatro años después y en plena vigencia de la Carta de Bayona) no era la madre de las constituciones españolas. Ni sus ponentes tenían más representatividad y más legitimidad que los de Bayona. Ni su redactado era más moderno y más progresista que el de José I. Más bien al contrario: objetivamente la "Pepa" -que ni estaba firmada por un rey, ni tampoco consagraba un cambio de régimen hacia una España republicana- no era otra cosa que un instrumento fabricado a propósito para legitimar una rebelión militar contra el régimen constitucional de José I: la mal llamada Guerra de la Independencia.
Los partidarios de la "Pepa" argumentaban que la Carta de Bayona había sido redactada con el ruido de fondo del sable del general napoleónico Murat; y que aquel texto obedecía al oscuro propósito de consagrar a España como el "patio de detrás" de Francia. Y razón no les faltaba. España estaba totalmente subordinada a los intereses de Francia desde que en 1713 -un siglo antes- el tándem borbónico Luis XIV-Felipe V había firmado el Tratado de Utrecht para poner fin a la Guerra de Sucesión hispánica (1701-1715). Las concesiones españolas a las potencias austriacistas -y, paradójicamente, a la monarquía francesa, la gran comisionista de aquel tratado-, la habían condenado al descenso definitivo a la segunda división europea. Y, lo que es peor, con los reiterados "Pactos de Familia" firmados en el transcurso del siglo XVIII la habían convertido en un títere de Versalles.
Este conjunto de detalles, oportunamente manipulados, aportaban un dibujo diáfano del movimiento opositor al régimen de José I: una rebelión "patriótica" contra el desgraciado destino del reino español. Este ha sido el argumento obsesivamente proclamado por la historiografía española, hasta convertirlo en un tótem. Pero, en cambio, la investigación historiográfica moderna apunta claramente en otra dirección: la mal llamada Guerra de la Independencia, fue, principalmente, una Guerra Civil que enfrentó a los dos grandes bloques de aquella sociedad: el progresista (las clases burguesas e intelectuales urbanas, que gravitaban en torno a José I); contra el reaccionario (las jerarquías eclesiásticas y los terratenientes agrarios), perfectamente capaz de forzar el retorno de Fernando VII, con el único propósito de conservar sus privilegios de clase.
En aquel particular conflicto, que no sería otra cosa que el precedente de las tres guerras civiles carlistas que devastaron la España del siglo XIX; Catalunya tuvo su propio papel. Una vez formalizada la venta de la corona española; Napoleón dispuso que el Principado quedara integrado en el Imperio francés. Entre 1810 -y de forma oficial a partir de 1812- hasta 1814, Catalunya, potencia fabril a las puertas de la Revolución Industrial, fue una región más del Imperio francés; y Barcelona fue convertida en la gran capital del Midi. En Catalunya, la pretendida Guerra de la Independencia tuvo una duración más corta que en España, pero, en cambio, los dos grandes episodios de aquel conflicto (los asedios y asaltos de Girona -1809- y de Tarragona -1811-) nos confirman la naturaleza claramente civil de aquel enfrentamiento.
Vayamos paso a paso. Tarragona -última plaza rebelde en Catalunya-, 29 de junio de 1811. Después de ocho semanas de asedio, las tropas del general Suchet superaban las murallas y se entregaban a una brutal carnicería. En pocas horas, Tarragona perdería las tres cuartas partes de su población, y aquel episodio marcaría un antes y un después en la milenaria historia de la ciudad. Hasta aquí, el relato dibuja el asedio y asalto (aparentemente perpetrado por un ejército forastero) que se salda con una brutal masacre. En consecuencia, la interpretación de aquel hecho, pretende el dibujo de un episodio de conquista y represión e, incluso, pretende, también, justificar el sacrificio de vidas humanas, en aras "de la patria y de la religión". De la española y de la católica, naturalmente. Pero la realidad es bien diferente. Lo que realmente pasó desenmascara el falso mito de la Guerra de la Independencia.
Efectivamente, la investigación historiográfica moderna ha revelado que las autoridades civiles de Tarragona (la burguesía local) eran totalmente contrarias a resistir. Sin embargo, en aquel momento, entrarían en juego dos figuras que tendrían una importancia primordial en el desarrollo de aquel episodio y en la responsabilidad de aquella masacre. Por un lado, aparece el arzobispo Romualdo Mon y Velarde -representante de la primera fortuna patrimonial de la ciudad; el arzobispado; jefe espiritual de la archidiócesis y, en aquel momento todavía, señor feudal de Tarragona. El arzobispo Mon huyó de la ciudad cuando las tropas de Suchet salieron de Barcelona, y navegó hasta Mallorca. Y desde su refugio dorado, envió varias cartas ordenando resistir hasta la muerte. No hay que decir el peso y la influencia que aquellas cartas tuvieron en el desarrollo de los hechos.
Y, por otro lado, aparece la figura de Luis González-Torres de Navarra, marqués de Campoverde y comandante rebelde de la plaza militar de Tarragona. Durante el asedio Campoverde militarizó y armó (mal armó, habría que decir) la población civil, con la orden de defender las murallas hasta la muerte. Sin embargo, cuando Campoverde divisó a las tropas de Suchet acampadas en extramuros, salió de la ciudad por un túnel secreto con el pretexto de que se iba a buscar refuerzos. No apareció nunca más. Y, por si no fuera suficiente, la investigación historiográfica moderna ha revelado que, durante el asedio, alguien introdujo a un grupo de doscientos forasteros en la ciudad, dirigidos por un fraile, que se dedicaron a apalear a tenderos, armadores, médicos y abogados (la burguesía y la intelectualidad locales) que ponían en cuestión aquella locura que desembocaría en aquella masacre.
¿Guerra de la Independencia? ¿Para independizarse de qué y de quién? ¿Para justificar qué o a quién? Porque acabado el conflicto (1815), las potencias europeas situaron el golpista Fernando VII en el trono de Madrid: el Motín de Aranjuez que semanas antes de Bayona (1808) lo había conducido al poder no había sido|estado nada más que un golpe de estado perpetrado por las clases más reaccionarias de aquella sociedad española. Y porque, es importante destacarlo, el golpista Fernando VII sería el eslabón que, indiscutiblemente, perpetuaría la continuación de la dinastía borbónica española, a pesar de haber vendido la corona.