Barcelona, año 1078. Ramón Berenguer II —conde independiente de Barcelona, Osona, Girona, Carcasona y Rasés— se casaba con Mafalda de Apulia —hija de Roberto de Hauteville, duque independiente de Apulia y Calabria (en el sur de la península italiana)—. El novio tenía 25 años y la novia tenía 18. Con este enlace matrimonial —y político—, el Belónidas, que, desde el 877, ya eran una rama menor de la familia imperial carolingia, sumaban la herencia y la tradición de los vikingos. Mafalda de Apulia era nieta de quinta generación del mítico Rollón Lodbrok (860-932), primer duque independiente de Normandía y hermano de Ragnar, rey de los vikingos e impulsor de la expansión escandinava por las costas del oeste de Europa.
La sangre carolingia
Efectivamente, los Belónidas eran, desde el siglo IX, una rama menor de la familia imperial carolingia. Eso que, actualmente, no pasa de la categoría de anécdota, en aquella época de cotas y mallas, tenía una gran importancia. Y una gran trascendencia. El año 877, Wilfredo el Velloso —conde dependiente de Barcelona y marqués, también dependiente, de Gotia— se había casado con Guinidilda; hija de la condesa Judit de Flandes, nieta del rey Carlos el Calvo, bisnieta del emperador Luis I —el fundador del condado de Barcelona (801)— y tataranieta del emperador Carlomagno. Wilfredo y Guinidilda son los que propulsan la estirpe Belónida a la posteridad: convierten el cargo condal en hereditario, y sus hijos y descendientes serán una rama menor de la familia imperial.
La importancia de llamarse carolingio
Jugando con las palabras del contemporáneo Oscar Wilde, diremos que la importancia de ser los carolingios de Barcelona, paradójicamente, decidió la independencia de los condados catalanes (985-987) y, de rebote, la primera proyección internacional. El conde Borrell II decidió no renovar el vasallaje a los reyes de Francia por varias razones. Una, cuando el pariente Lotario se hizo el sueco mientras Al-mansur arrasaba Barcelona (985). Y la otra, y posiblemente de más peso, cuando Hugo Capeto —líder de otra rama menor carolingia— envió a los descendientes directos de Carlomagno a la papelera de la historia (987) y puso sus nalgas en el trono. Borrell II proclamó una DUI medieval, sin embargo, haciendo gala de la proverbial (o no) prudencia catalana, buscaría la alianza —la protección— del pontificado.
Roberto, el vikingo astuto
Sobrepasado el año 1000, la mitad sur de la península italiana fue convertida en un gran campo de batalla donde se enredaron todas las potencias de la época: el pontificado, el Imperio romano-germánico, y el Imperio romano de oriente; en lucha contra los musulmanes que, ya dominaban Sicilia y pretendían progresar hacia el norte. En aquel contexto, aparecen los vikingos de la Normandía. Roberto de Hauteville (nieto de cuarta generación de Rollón y padre de Mafalda), fue un empresario de la guerra que luchó por el mejor postor (1046-1059). Como lo había hecho el Cid Campeador en la península Ibérica. Pero con mejores resultados. Roberto (denominado Guiscard, que en normando quería decir astuto), consiguió que el pontífice Nicolás II lo nombrara duque independiente de Apulia-Calabria (1059).
Roberto, el vikingo del Papa
Roberto el astuto, a cambio, se comprometía a crear un estado-tapón en el sur de Roma (entre la cumbre del Vesubio y la punta de la bota) que tenía la misión de impedir que los musulmanes asaltaran el sitial de San Pedro. En la medida en que, el 998, Borrell de Barcelona se había comprometido con el pontífice Juan XV (el piamontés Giovanni di Gallina-Alba) a crear un estado-tapón al paso natural de la península Ibérica en el continente europeo para contener la expansión de la media luna. El nuevo duque Roberto actuaría como un soberano independiente, pero, como Borrell, quedaría subordinado a la política internacional del pontificado. Belónidas y Hautevilles pasaban a formar parte de la misma familia política.
El enfado alemán
Así como los primeros condes catalanes tuvieron la suerte que los Capetos (ocupados cortando cabezas de los que les disputaban el trono) se miraban la rebelión barcelonesa con desdén; la jugada de Roberto el astuto no hizo ninguna gracia al emperador romano-germánico Enrique IV que, durante el conflicto, se había acercado al pontífice como una mosquita muerta con siniestros propósitos. Con las cartas destapadas, Enrique (Heinrich, en la documentación de la época) dio vía libre a la testosterona, y entró en Roma a hachazos (1080). El nuevo pontífice Gregorio VII (el benedictino piamontés Ildebrando Aldobrandeschi) tuvo que escapar casi en calzoncillos y, después de una temporada semioculto, acabaría exiliado en Salerno (1084), la capital del estado de Roberto el Astuto, el futuro suegro de Ramón Berenguer II.
La venganza vaticana
El círculo se empezaba a cerrar. El Papa exiliado Aldobraneschi promovió una intensa política de matrimonios con el propósito de conectar a todos los aliados vaticanos y crear una respuesta militar contundente que tenía que expulsar de Roma al rabioso Heinrich y su antipapa Clemente III (el parmesano Guiberto de Rávena). El primer paso estaba más que anunciado: Barcelona y Calabria. Mafalda (1060-1108), hija de Roberto Guiscard; nieta de Tancredo de Hauteville; bisnieta de Fresenda de Normandía; tataranieta de Ricardo de Normandía; nieta de cuarta generación de Guillermo Larga-espada; y —finalmente— nieta de quinta generación de Rollón Langbrok, se convertía en condesa consorte del dominio independiente de Barcelona (1078). Y en 1082, en la madre del futuro conde Ramón Berenguer III.
La herencia de Rollón
La distancia cronológica entre Rollón (muerto el 932) y Mafalda (nacida en 1060), puede hacer pensar que la madre de Ramón Berenguer III no tenía de vikinga más que la punta de las uñas y del pelo. Pero sorprendentemente la tradición vikinga (la de Rollón y de Ragnar) no tan sólo se había mantenido en el transcurso de los siglos, sino que se había trasplantado y adaptado con una fuerza increíble en los nuevos territorios (Inglaterra, Normandía y Calabria). La cultura vikinga —que situaba en la cima de su sociedad a las élites militares—, tuvo un papel decisivo en la evolución de aquellas sociedades de cotas y mallas. Las superpotencias de la época resolverían el histórico peligro vikingo (siglos IX y X) con unas políticas de integración que, lejos de disolverlos, reforzaría su cultura de casta y su ambición de poder.
La herencia de Mafalda
Por lo tanto, Mafalda de Apulia (de Barcelona, a partir de 1078) era vikinga por los cuatro lados. Genética y culturalmente. Como su pariente Guillermo de Normandía, que en 1066 había conquistado Inglaterra. Mafalda inoculó la tradición vikinga a la cancillería de Barcelona. Y su primogénito Ramón Berenguer III la convertiría en el nervio de la política catalana. Precisamente sería durante las campañas militares del primogénito de Mafalda que aparece documentado por primera vez el nombre Catalunya y el gentilicio catalanes. Fue durante la conquista efímera de Mallorca (1114), que se anticipaba ciento quince años a la empresa de Jaime I (1229); y que marcaría el inicio de la vocación expansiva mediterránea del Casal de Barcelona durante los siglos XII al XV.
La bandera cuatribarrada
La bandera cuatribarrada es otro elemento relacionado no directamente con Mafalda, pero sí con toda esta historia. Cuando Ramón Berenguer II y Mafalda se esposaron (1078), Barcelona y Calabria ya compartían enseña: “en camper d’or quatre pals de gules”, la bandera pontificia. Como mínimo, desde 1078: setenta y dos años antes de la unión dinástica de Barcelona y Aragón y, como mínimo también, dieciocho años antes de que Pedro I de Aragón (por el mismo motivo que un siglo antes lo habría hecho Borrell II), la incorporara a sus armas (1096).