El primer contacto que tuvimos, muchos de nosotros, con la cultura vikinga, fue a través de la serie de dibujos animados Viki, el vikingo que emitía el primer canal de la televisión pública española los fines de semana en horario infantil. Los vikingos, sin embargo, fueron algo más que un grupo de piratas entrañables. Durante los siglos centrales de la Edad Media –la etapa que transcurre entre las centurias del 800 y de 1100– se convirtieron en uno de los actores militares más importantes de Europa. Recorrieron todas las costas del continente. Inicialmente dedicados a la piratería y al saqueo, más tarde fueron integrados en el sistema y se convirtieron en prestigiosos ejércitos al servicio de las potencias de la época. Su relación con el territorio catalán también presenta un doble escenario: el dibujo del pillaje y la destrucción y el esbozo de la construcción de Catalunya.
¿Quiénes eran los vikingos?
Los vikingos no eran un grupo nacional. El término vikingo –en las lenguas escandinavas– hacía referencia a la actividad marinera. Las fuentes revelan que en la centuria del 700 el norte de Europa conoció una explosión demográfica sin precedentes, que arrinconó a los sectores de población más humildes a las tierras agrícolamente menos productivas. Una constante en la historia de la humanidad que, en aquel caso, se resolvió con la conquista del mar. Los vikingos adaptaron sus medios –sus embarcaciones– para navegar por alta mar. Su historia relata un viaje que va de la primitiva actividad de la pesca a la del comercio. No sabemos si sus clientes tuvieron problemas para pagar. Pero lo que sí que sabemos es que su rudimentaria actividad mercantil degeneró en un sofisticado sistema de pillaje y de saqueo con unos rendimientos –probablemente– muy superiores.
¿De dónde procedían los vikingos?
Escandinavia, en tiempo de los vikingos, era un mosaico de pequeños reinos independientes de tradición netamente germánica. Lo que quiere decir que no tenían una base cultural romana. Y que su sistema político, social y cultural era el resultado de una evolución genuina y singular. Los vikingos –los marineros piratas– surgieron de las costas –las tierras menos adaptables a la producción agraria– de los actuales estados de Noruega, Suecia y Dinamarca. Los noruegos se orientaron hacia las islas del Atlántico norte: Islandia y en las tierras americanas de Groenlandia y Terranova. En cambio, los suecos se lanzaron a la navegación fluvial por los ríos de la Europa oriental y consiguieron poner, también, los pies en el mar Negro. Y, finalmente, los daneses, buscando el sol del Mediterráneo, se deslizaron –por mar– hasta la península Ibérica, la circunvalaron y acabaron su periplo en la tórrida Sicilia.
"Nuestros" vikingos
De las tres ramas que formaban la familia vikinga, los que procedían de la península de Jutlandia –la actual Dinamarca– fueron los que tuvieron una relación más directa con la historia de Catalunya. Hacia mediados de la centuria del 800 habían surcado varias veces el río Sena, para saquear París que entonces ya era la ciudad más importante del Imperio franco. Carlos II –el nieto de Carlomagno– les ofreció el trato del diablo: un territorio propio que gobernarían de forma independiente –sólo sujetos a la autoridad del emperador– a cambio de integrarse en la organización militar defensiva del Imperio franco. De esta forma nació el ducado de Normandía, el primer estado vikingo que combinaba la tradición secular escandinava y el modelo político y social de inspiración franca y de raíz romana, los "vikingos civilizados".
Las cuatro barras
Guifré el Pilós –el primer conde independiente de Barcelona– no murió combatiendo a los vikingos cerca del Sena. Ni surcó el escudo dorado del rey Carlos con los dedos ensangrentados. Es una bonita leyenda con todos los elementos épicos propios de las modas literarias medievales. El primer contacto de aquellos catalanes –que todavía no se denominaban como tales– con los vikingos fue en el Empordà. El año 858, un grupo de 62 naves vikingas procedentes de Normandía y comandadas por dos elementos llamados Järnsida y Hastein llevó a cabo una expedición por las costas peninsulares. Saquearon la comarca de Santiago, redujeron a cenizas Algeciras y Nador, trincharon la comarca de Orihuela, y masacraron Mallorca y Menorca. Camino del norte hicieron noche –que quiere decir invierno– en las afueras de Montpellier, y pasado el frío fueron hacia las playas de Empúries.
El saqueo de Empúries
Las fuentes apuntan que Empúries había resistido relativamente bien a las crisis visigóticas de los siglos anteriores (la revuelta independentista de la Septimania). E incluso durante la dominación musulmana mantuvo un contingente de población autóctona. Una masa suficiente para garantizar su existencia y continuidad. En tiempo de los francos, y más concretamente el año 859, era la ciudad más importante entre los Pirineos y el Montseny. Tenía puerto y astillero. Y mantenía rutas de navegación comercial con el Languedoc y con la Provenza. Incluso con la isla de Menorca, entonces bajo dominio del Imperio bizantino, que era lo que quedaba del antiguo imperio romano. Empúries fue atacada, saqueada y destruida por los normandos. Las barcas, el astillero y las casas fueron calcinados. No hay cifras de víctimas. Pero es fácil deducir que debió ser una masacre.
El saqueo del Rosselló
Empúries sólo fue el aperitivo. El plato fuerte llegó con el saqueo del Rosselló. Los normandos atravesaron la llanura ampurdanesa arrasando los pueblos que encontraron entre Empúries y Arles, pasando por Banyoles que también fue saqueada y arrasada. Pasados los Pirineos, las razzias acabaron en Elna, que entonces era la ciudad más importante del Rosselló. También aquí no hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar –las fuentes siguen siendo escasas– que la masacre debió ser de proporciones colosales. De tal magnitud que el poblamiento estable de la zona quedó seriamente comprometido. Y la corte carolingia tuvo que dictar medidas de colonización muy favorables para atraer a nuevos pobladores, en este caso procedentes de la Cerdanya y de las Corberes –en el Languedoc–. Curiosamente esta simbiosis colonizadora produjo un dialecto local que fue la génesis del catalán medieval.
La conquista de Tarragona
Al alba del año 1000 los condados catalanes –capitaneados por el condado de Barcelona– ya habían conseguido la independencia política del poder franco. Pero no habían alcanzado la eclesiástica. Y en el régimen feudal la jerarquía eclesiástica actuaba como una de las tres patas del sistema. Para los condes de Barcelona era prioritario –para consolidar la independencia política– que los obispos catalanes no estuvieran sujetos a la autoridad del arzobispo de Narbona. En aquel contexto solicitaron al Pontificado elevar el obispado de Vic a la categoría de arzobispado de las diócesis catalanas. Pero Roma denegó la petición. En cambio les confirmó Tarragona –entonces una ciudad deshabitada en tierra de frontera– como futura sede arzobispal de los condados independientes catalanes.
El año 1116 los normandos ya estaban del todo integrados en el sistema político y cultural de Occidente. Y su centro de gravitación política se había desplazado del ducado de Normandía al reino de Sicilia. Allí se habían convertido en la aristocracia militar de aquella sociedad. Y se habían emparentado con las élites políticas locales. Las élites políticas catalanas –que mantenían unas sólidas relaciones políticas y comerciales con Sicilia– pactaron con la aristocracia normanda una campaña militar conjunta. Ganada la plaza se hicieron efectivos los pactos. La mitad del dominio de la ciudad y de su territorio –el Camp de Tarragona– para el nuevo arzobispo. Y la otra mitad para la Milícia de Sant Pere –la caballería normanda– que se convertían, así, en los primeros catalanes de la Tarragona medieval.