Olvidémonos ahora de la obsesión de Pedro Sánchez para preservar el sistema, el llamado régimen del 78, de elementos extraños y distorsionadores. Y olvidémonos también del narcisismo de todos ellos. Y fijémonos por un momento en el cuarto hombre del vodevil, Albert Rivera.
Rivera fue cuidadosamente seleccionado por los ricos y los poderosos, un buen número de ellos con mesa reservada en el Ibex 35. Lo ficharon de la cantera catalana para apuntalar el sistema de poder español en un momento en que se tambaleaba. Rivera, por su parte, se creyó que él y Ciudadanos serían el relevo del PP corrupto de Rajoy. Lo tocaron con las yemas de los dedos, pero la moción de censura contra Rajoy lo cambió todo. Desconcertado, Rivera emprendió un viaje enloquecido dirección a la extrema derecha. En las elecciones andaluzas no pudo superar al PP. Luego pactó por primera vez con Vox y se manifestó, con Casado y Abascal, en la plaza Colón. El 28 de abril tampoco superó al PP. Fracaso.
Los ricos y poderosos le recordaron entonces que le habían patrocinado para reforzar el régimen del 78, no para poner trabas. Y que ahora tocaba asegurar que el PSOE gobernara sin podemitas ni independentistas. Orgulloso y ególatra, no les hizo caso. Lo abandonó gente que creyó ―mira que había que ser ingenuo― que Ciudadanos era un partido liberal. También los que, desde el nacionalismo español más de izquierdas o más de derechas, le reclamaban lo mismo que los del Ibex. Tampoco a ellos les hizo caso.
Terco, continuó adentrándose en el laberinto. Así, hizo un triste papel durante los dos intentos de investidura de Sánchez. Repetía que Sánchez era el "jefe" de una "banda" con comunistas, secesionistas radicales y filoetarras que tenía un "plan": repartirse el "botín", esto es, España. Lo repetían él y los suyos como si fueran un coro de guacamayos. Al estilo de lo que hacen Trump o Salvini. Lo repetían pasara lo que pasara, tanto si parecía que habría acuerdo entre socialistas y Unidas Podemos como si no, que es lo que resultó finalmente.
Para convertir a Ciudadanos en comparsa, el PP sólo tiene que dar al PSOE lo que Pedro Sánchez desea desesperadamente: un pacto de investidura
Ahora se hace muy complicado pensar que Rivera pueda encontrar la salida del laberinto. Porque ha perdido aliados ricos y poderosos, así como algunas piezas importantes de su partido, pero sobre todo porque su estrategia es demencial: si alguien quiere votar a la derecha, siempre preferirá el original ―PP, Vox― y no la copia, por mucho que esa copia se esfuerce.
No sólo eso: Rivera y Ciudadanos se han puesto en grave riesgo. Y pueden quedar reducidos a muy poco si el PP es lo bastante hábil ―ya lo veremos, Casado no es tampoco una mente privilegiada― y se erige y consolida como el partido útil para el sistema que muchos sectores demandan.
Para conseguirlo, y convertir a Ciudadanos en comparsa, el PP sólo tiene que dar al PSOE lo que Pedro Sánchez desea desesperadamente: un pacto de investidura. Pactar con Sánchez algunas grandes medidas a cambio de facilitarle la permanencia en La Moncloa.
En este escenario, Rivera y Ciudadanos dejarían de tener sentido, mientras el territorio político-electoral del PP crecería, extendiéndose desde la frontera con Vox hasta casi el centro. Rivera y Ciudadanos se quedarían sin discurso ―¿acusar al PP de traidor a España?― y se convertirían secundarios, mero complemento del PP para casos de necesidad.
Ante todo ello sólo queda preguntarse quién asesora a Ciudadanos en cuanto a estrategia y comunicación. Sin descartar, claro está, que unas ideas tan brillantes sean todas obra de ese genio llamado Albert Rivera.