¿Qué puede haber más poderoso en un político, en un servidor público, que el interés general? ¿Que transformar en positivo para mejorar la vida de la gente? ¿Que dejar las cosas mejor de lo que están? ¿Que actuar, en definitiva, por el bien del país, escuchando, prestando atención y evaluando racionalmente riesgos y ventajas?
Pues hay dos cosas mucho más poderosas que todo eso para algunos políticos. Y no, no me refiero —ya me perdonarán— ni al dinero ni al sexo, sino, por así decirlo, a dos patologías que demasiado a menudo les hacen perder la perspectiva. Que les enturbian la mirada de una forma dramática tanto para ellos como para la sociedad a la que tienen la obligación de servir.
Por una parte, hay algunos políticos que son incapaces de ver más allá de su nariz, que hace tanto de tiempo que llevan puestas las gafas del ideologismo y la doctrina que ya no distinguen nítidamente los contornos de la realidad. Han dejado de razonar a partir de un análisis mínimamente trabajado. La miopía se lo impide. Además, tanto se han acostumbrado al cristal grueso —del color que sea— de las gafas, que, de hecho, han perdido el interés por escrutar lo que realmente pasa fuera de su secta. Si la realidad los desmintiera, cosa que cierta manera intuyen y temen, todo supondría una enorme conmoción. Más vale desfigurar las cosas para hacerlas encajar con su catecismo.
Hay otros que también se separan de la razón. Probablemente, como en el primer caso, por la acción del eco de nuestros instintos más atávicos. Hablo de los políticos que son inútiles a la hora de controlar sus pulsiones. Hablo de cuando la razón no tiene suficiente fuerza para contener las bajas pasiones, como la agresividad, la revancha o la muestra de desprecio por el adversario. Antes, de quien era capaz de apaciguar todo eso en favor de la razón se le llamaba una "persona civilizada".
El pasado 14-F, hace prácticamente tres meses, los catalanes concedieron a los dirigentes independentistas, con más voluntad que entusiasmo, la última oportunidad para que vencieran sus bajos instintos e hicieran prevalecer la razón y el sentido común
He escrito aquí mismo y en otros lugares que la condición necesaria para un gobierno como es debido en Catalunya era que tanto en ERC como en JxCat hicieran un reset. Eso quiere decir enterrar, guardar muy en el fondo de un cajón los agravios mutuos. Es decir, ser capaces de reprimir los impulsos más primarios y comportarse siguiendo la razón y poniéndose al servicio del país y su gente. De buscar el bien común. Liquidar las deudas del pasado y empezar de nuevo.
Mi conclusión, después del indescriptible culebrón al cual estamos asistiendo, es que la razón nunca ha conseguido imponerse en la relación entre unos y otros. Ni en la etapa de Mas como president, ni con Puigdemont, ni con Torra, ni con Aragonès. Ni antes de las elecciones, ni tampoco ahora, cuando quedan menos de dos semanas para que venza el plazo para la investidura de un nuevo president.
El problema más candente es este. Los de las pulsiones, que diría Freud. O si quieren, el hecho de que nuestros políticos se ahoguen una y otra vez irremediablemente en la distancia que hay entre las funciones manifiestas —aquello que dicen que impulsa su acción— y las funciones o disfunciones latentes —aquellas no expresadas o reconocidas, pero que es donde finalmente tenemos que ir a buscar el motor de ciertos comportamientos.
Quiero decir con todo que el problema de fondo no es otro que el factor humano, la incapacidad de unos y de otros de controlar sus emociones tóxicas. De actuar contra lo que son los intereses del país y de ellos mismos. Porque no son idiotas, y unos y otros saben —a nivel racional— que lo mejor es colaborar (todos ganan) antes que arrancarse la piel de forma salvaje.
Hay desencuentros, y en algunas cosas importantes, con respecto a la estrategia en relación a España, al papel de Puigdemont y el Consell per la República, a quién controla determinadas conselleries o no, etcétera. Pero eso pasa siempre, aquí y en la Xina Popular, como diría Carod-Rovira, justamente porque se trata de partidos diferentes.
No, todo eso no es lo que está haciendo descarrilar lo que, para cualquier observador independiente, sería de todas todas lo más lógico: la formación de un ejecutivo independentista que gobierne con eficacia y al mismo tiempo evidencie la necesidad de un estado propio. Tanto el incierto experimento de un gobierno en minoría, una minoría muy pequeña, como la repetición de elecciones —que seguramente supondría la derrota del independentismo— serían evaluadas por nuestro observador imaginario como dos opciones muchísimo peores que la primera.
Recordemos, una vez más, que el pasado 14-F, hace prácticamente tres meses, los catalanes concedieron a los dirigentes independentistas, con más voluntad que entusiasmo, la última oportunidad para que vencieran sus bajos instintos e hicieran prevalecer la razón y el sentido común. Para que, en definitiva, dejaran de hacer el burro y se llevaran como personas civilizadas.