Imagínense la secuencia. Forma parte de un film en blanco y negro, quizás del film de un cineasta escandinavo e introspectivo. En un rincón sombrío, un hombre vestido de una manera extraña desliza un alfil sobre el tablero de ajedrez. En otra habitación, esta mucho más amplia y con un gran ventanal por donde penetran los rayos tibios del sol poniéndose, un segundo hombre abre un sobre y saca un papelito de su interior. Lo lee y entonces dirige su mirada a las piezas que tiene ante sí. Rumia. Rumia largamente inclinado sobre el tablero. Finalmente, desplaza al mismo tiempo rey y torre para enrocarse.
Son dos habitaciones diferentes y alejadas —muy alejadas— la una de la otra. Pero en ambas se oye el mismo estruendo que llega de fuera: el silbido de las bombas, disparos de ametralladora, estruendosas explosiones, tanques que se desplazan a toda velocidad, grupos de prisioneros, gritos ininteligibles y gemidos de hombres que agonizan...
Cuando comenzaron su partida, la guerra en el exterior hacía tiempo que había estallado. Pero los dos hombres solo piensan en la partida de ajedrez que juegan por correspondencia. Una partida a distancia, pero también a muerte. Nada consigue distraerlos. Ni siquiera se altera su ánimo cuando las paredes se ponen a temblar de tal manera que es como si el mundo estuviera a punto de derrumbarse entero. Los dos ajedrecistas viven, malviven, completamente obsesionados por ganar su guerra dentro la guerra.
Nunca hubiera imaginado que los choques entre el ejército de uno y del otro llegaran a este extremo de insensatez
La guerra dentro la guerra. Nunca hubiera imaginado que los choques entre el ejército de uno y del otro llegaran a este extremo de insensatez. Al extremo al que llegaron esta semana pasada, cuando el Parlament de Catalunya se enfangó en un ridículo colosal y devastador para, finalmente, llegar a un simulacro de solución que no hará que los problemas terminen (más bien al contrario). La gente de la calle no entiende muy bien de qué demonios discuten tan encarnizadamente unos y otros desde hace tanto tiempo. En realidad, tal vez es mejor que no lo sepa. Mejor que ignore que un gobierno ha estado a punto de estallar por la diferencia ciertamente vaporosa entre la sustitución temporal de un diputado o la delegación temporal del voto de ese mismo diputado. O, si prefieren decirlo de otra forma, entre acatar o no acatar la justicia española (como si no se estuviera acatando todo desde el 27 de octubre del año pasado).
Ajenos a los estragos que provoca su ridículo choque, los dos hombres no dejan de mover piezas. Hace poco uno de ellos alzó un caballo con los dedos y sentenció que no habrá alianza independentista ni para las elecciones europeas ni para las de la Gran Ciudad.
Tanto da que el Conde Naranja y la Dama Lila avancen cada día un poco más sus posiciones con el afán de conquistar la Gran Ciudad, absolutamente decisiva. Tanto da que la Gran Ciudad resulte imprescindible para ganar —para poder tener posibilidades de ganar— la guerra real, la que tiene lugar más allá de las obsesiones, los sentimientos heridos, las limitaciones y la miopía de nuestros dos hombres, encerrados en cámaras diferentes y separadas por cientos de kilómetros.
Aparentemente, los dos jugadores de ajedrez postal no conceden mucha importancia a esta ni al resto de cosas que ocurren fuera, absortos por completo en su partida. Y siguen moviendo a distancia y con espíritu feroz pequeñas figuras de madera. Figuritas enloquecidas por cazar como sea al rey de los otros e intentar salvar al suyo.