He leído "La gran traición" de Javier Cercas en El País Semanal. Me ha parecido un artículo muy tramposo, de forma que he decidido parafrasearlo casi literalmente desde un punto de vista opuesto .

 

La gran tergiversación 

para Javier Cercas

Màrius Serra

 

Para los políticos unionistas, solo son catalanes quienes se muestran fieles a la patria y votan lo que hay que votar. Los demás no contamos. 

En muchas crónicas sobre el juicio al procés que se publican en diversos periódicos y se comentan por diversas emisoras de radio y televisión, los fiscales generales, la Abogacía del Estado y las acusaciones particulares se erigen con toda naturalidad en la totalidad del pueblo español. Aunque las urnas digan una y otra vez que, en Catalunya, el voto explícitamente independentista se acerca cada vez más al 50% de los votantes, el relato de las acusaciones insiste en hacer invisible su existencia y niega su legitimidad. Ayudada por los medios de comunicación afines, el unionismo consigue llenar todos los días las pantallas de una parte de España que se considera el todo. 

Esa es la cuestión. El pacto central de la España democrática lo formularon así sus patriarcas, Adolfo Suárez y Felipe González: “España es un país rico en peculiaridades regionales, pero es español todo aquel que habla la lengua común que es la gran riqueza y garantiza la unidad de la nación”. Cientos de miles de catalanes, valencianos, baleares, vascos, navarros, gallegos, asturianos y aragoneses, gente muy humilde en su inmensa mayoría, se lo creyeron; mis padres también se lo creyeron, y criaron a sus hijos en consecuencia. Es verdad que mi abuela, que llegó de Vilanova i la Geltrú a Nou Barris en 1960 sin ningún estudio, jamás supo hablar castellano, y por tanto hubiera sido una de esas personas a quienes tal vez alguna administración apoyada por VOX hubiera obligado a aprenderla so amenaza de echarla del país; pero mis padres, mis hermanas y yo no somos como ella. Nosotros no solo pagamos nuestros impuestos al Estado sino que adoptamos muchas costumbres castellanas que nos enseñaron nuestros vecinos de Nou Barris o Radio Televisión Española, aprendimos castellano hasta volvernos bilingües, nos casamos con quienes pudimos (yo con una descendiente de aragoneses de la Franja de Ponent y una de mis hermanas con un catalán de pura cepa en cuyo comedor de la Diagonal un buen día anunció a sus hijos que a partir de entonces ya solo les hablaría en castellano para que pudieran progresar más), educamos a nuestros hijos tan bien como pudimos e incluso contribuimos con nuestro granito de arena a difundir la lengua aprendida desde las ondas de RNE. Todo en vano. Aunque hasta el último momento hicimos lo posible por seguir creyendo que éramos españoles, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Catalunya de 2006, cuando todo empezó, supimos sin posibilidad de duda que no lo éramos. Español, lo que se llama español, ya solo lo era quien quería que España no cambiase ni un ápice, quien consideraba que, pudiendo hablar todos castellano, las otras lenguas “cooficiales” eran muy lindas y ornamentales, pero e-vi-den-te-men-te no estaban ni podían estar al mismo nivel y que la soberanía era una y no compartible. Antes roja que rota, vaya. Y quien, ya sea por apego sentimental a Catalunya o porque, como yo, es del todo incapaz de entender las virtudes de la unidad impuesta y la considera una causa reaccionaria, injusta y autoritaria, no computaba como español, al menos para los dirigentes españoles de casi todo el arco parlamentario. La prueba flagrante de ello es que tales dirigentes hablan por sistema en nombre de España y juzgan que el problema catalán es un problema entre catalanes, y no lo es: es un problema entre españoles, los unos incapaces de imaginar otros españoles distintos de su concepto de españolidad y los otros empecinados en contarse a través del método más lógico en democracia: un referéndum de autodeterminación vinculante para que sepamos todos, incluido el señor Cercas, cuántos son los que, como él predica, no quieren la separación y cuántos sí. Ese es el método más claro de dilucidarlo, aunque puedan cambiar las cosas. Por eso el nacionalismo español está demostrando ser incompatible con la democracia y con la justicia: porque, cuando se trata de elegir entre democracia y la nación, elige siempre la nación, y lo mismo sucede con la justicia, si hay que saltarse el mandato de las urnas, se aplica el poder judicial, el poder policial y, si fuera preciso, el militar. Para los dirigentes españolistas en el poder, los catalanes no somos quienes vivimos, trabajamos y votamos en Catalunya, sino solo quienes, además, son buenos catalanes, fieles a la patria española y votan lo que hay que votar. Los demás no somos españoles, no contamos, no existimos. Si votamos a congresistas (Sánchez, Rull, Turull, Junqueras) o senadores (Romeva) los inhabilitan y lo mismo sucede con los eurodiputados (Junqueras, Puigdemont, Comín). Cuando no les gusta lo que sale de las urnas, cambian las mayorías desde los despachos. Basta ya de hacerse ilusiones sobre la democracia y la justicia españolas. Probablemente nunca fuimos españoles, nunca contamos, nunca existimos. Esto es lo que escondían las proclamas unanimistas del unionismo (“A por ellos”, “Todos los españoles somos iguales”), el disciplinado uso de los resortes que permitieron llamar por teléfono a empresarios, domesticar el azar para que el juzgado número 13 estuviera de guardia cuando tocaba, el uso de palabras tan corrientes como el adjetivo “tumultuarias” y las declaraciones disciplinadas de funcionarios públicos repitiendo como loros las mismas palabrejas: una tergiversación descomunal. 

La palabra es dura, pero no encuentro otra: nosotros fuimos leales al pacto que fundó la España democrática; los herederos del franquismo, no. Que yo sepa, ninguno de ellos ha pedido perdón, y no sé si alguno tendrá el valor de hacerlo. Lo cual significa que, a menos que la democracia y la justicia europea se lo impidan, seguirán poniendo la nación por encima de la democracia y de la justicia. Me alegro de que mi padre, que fue a la guerra con diecinueve años, no haya alcanzado a vivir esto, y también me alegro de que mi madre, a punto de cumplir noventa y cuatro años, haya tenido fuerzas y coraje para ir a votar el 1 de octubre (a pesar de los uniformados), el 21 de diciembre, el 28 de abril y el pasado 26 de mayo. Por lo demás, mentiría si no añadiera que ahora mismo, tras seguir con interés el juicio al procés, mi sentimiento fundamental es una mezcla de incredulidad, de humillación, de asco y de vergüenza, y que a veces me pregunto si, además de una tergiversación descomunal, no habrá sido todo, desde que con cuatro años fui a escuela y el primer día mi profesor me enseñó la primera frase en castellano que aprendí (“Me gusta mucho ir a la escuela“), una inmensa estafa.