Una mujer joven, de unos treinta años y a la que llamaremos Marta, hurga y rehurga el armario buscando una camiseta para el gimnasio. He aquí que desentierra una de la manifestación del 11 de septiembre de hace tres años. La del puntero amarillo. Como cuando tiene prisa el armario se convierte en un agujero negro que absorbe lo que busca, se la pone.
Mientras camina por la calle, piensa que los colores de la camiseta se han desgastado tanto como las ideas encapsuladas en las palabras que escriben en la tela. "Vía libre a la República catalana", en frente. "A la democracia, al mundo, a la sostenibilidad, a la innovación, a la justicia social, a la diversidad, a la igualdad, a la solidaridad, a la cultura y a la educación, al equilibrio territorial", detrás. Vista desde los ojos de los peatones, la figura de la mujer joven cubierta con aquella holgada camiseta blanca salpicada de colorines decolorados en forma de palabras deslucidas es muy triste. Un poco fantasmal. Camina bajo un nubarrón que sólo la moja a ella.
Ya en la clase, con nombre inglés para esconder que es una sesión de tortura, la mujer joven se va mirando de reojo, de vez en cuando, en los espejos que se alzan inclementes delante de ella. Parece una tortuga panza arriba que se afana por ponerse otra vez a gatas. Preparada con la camiseta, es la viva imagen del momento actual del independentismo. Algo envuelto con palabras bonitas que intenta mantener la dignidad mientras suda la gota gorda para asegurarse de que sigue teniendo el culo en su sitio.
Desde hace unos meses, estoy llena de aquel cóctel de apatía y rabia que sólo se puede preparar cuando te sientes impotente, decepcionada y un poco traicionada
Cinco días después. La mujer joven, de unos treinta años y que llamaremos Marta, está en un acto de apoyo a los exiliados y presos políticos. Una representante de la ANC reparte camisetas de un azul marino llamativo. "Os queremos en casa", en la pechera. "República es libertad", en la espalda. La mujer joven recuerda las camisetas pasadas del Barça, que primero lucían orgullosas el logotipo de Unicef en el pecho y después lo arrinconaron sobre el culo de los jugadores. De fondo escucha las palabras de un historiador anarco-chiflado que había conocido el día antes. "Ahora, más que nunca, tenemos que hablar de la independencia de Catalunya". La mujer joven piensa que tiene razón. Teme que, a medida que en las mentes de los independentistas haga mella un nuevo "libertad, amnistía y estatuto de autonomía", reivindicar un estado catalán parezca cada vez más un delirio febril.
Tres días después. Estoy delante del ordenador. Tengo los ojos clavados en un documento de Word acebrado por las palabras que narran la historia de una tal Marta y las camisetas de la ANC. Tengo la mirada vacía y aprieto los labios. No sé cómo acabar el cuento. ¿Y si la Marta de las camisetas convierte al historiador anarco-chiflado en su gurú y sus palabras en una doctrina? ¿Y si, a partir de entonces, salta en todos los actos habidos y por haber como si fuera una Femen? Con el puño alzado, gritando bien fuerte una palabra, independència!, que lucirá pintada, esta vez con un color bien llamativo, sobre los pechos desnudos. Sin camiseta. En los actos independentistas. En los homenajes de los fascistas a autores castellanos. En el "Hola Rahola". En el FAQs. En el Aplec del Caragol de Lleida. En la inauguración de los Juegos Mediterráneos de Tarragona. En el acto de final de curso de una escuela de Deltebre. En el campeonato de perros pastores de Castellar de n'Hug. En las fiestas mayores del barrio Vic-Remei de Manresa. En las performances parlamentarias de Ciudadanos. Tetas libres por una Catalunya libre.
Pienso practicar, como la otra Marta, el anarquismo mamario. Me iría bien, me animaría. Desde hace unos meses, estoy llena de aquel cóctel de apatía y rabia que sólo se puede preparar cuando te sientes impotente, decepcionada y un poco traicionada. Soñé con otros catalanes que dejaba de ser una tortuga panza arriba que se afana por ponerse a gatas. Los días pasan y sigo vigilando la palma de la mano del amo. Los dedos juguetones, caprichosos, despiadados, me hacen dar vueltas y vueltas sobre el caparazón. "Ya vendrá otra oportunidad", dicen. Tengo ganas de vomitar del mareo.