Una de las aportaciones más destacadas que ha hecho el proceso independentista a la literatura catalana ha sido la creación del género literario en que señores blancos con prestigio social y autoridad moral se dedican a comparar, por Twitter, prensa, radio y televisión, la situación que sufre Catalunya con la de una mujer maltratada.
Diferentes tipos de opresiones pueden tener dinámicas de perpetuación similares, o argumentos para justificarlas o naturalizarlas que sigan unos mismos esquemas mentales. Así, la identidad española hegemónica, igual que la masculinidad, tiene a su servicio los instrumentos de un Estado, entre ellos la fuerza bruta, que le permiten imponer una visión del mundo en que cualquier identidad alternativa se percibe como indeseable, que altera el orden natural de las cosas y que, además, se basa en el odio a este orden. Solemos escuchar que los independentistas odian España, igual que a las feministas se nos acusa de odiar a los hombres. También culpabilizan a la víctima, tal como muestra el relato que la aplicación del 155 es más culpa del gobierno de Puigdemont que del de Rajoy.
Aunque hay elementos, pues, que podrían hacer pensar que la comparación entre Catalunya y la mujer maltratada es adecuada, la realidad es mucho más compleja. Las discriminaciones por razón de género, igual que las de raza, clase, orientación sexual, expresión de género o diversidad funcional, están muy ligadas a contextos concretos que generan sus propias violencias, de más o menos intensidad, para quien habita estas categorías. No es sólo que un catalán hombre y una mujer catalana no estén maltratados igual, es que el dolor que generan estas dos situaciones, catalán y mujer, no son comparables (hay un sujeto interesante que es el de mujer catalana, que genera nuevas vulnerabilidades fruto de machihembrar las dos categorías).
Además, en nuestra sociedad conviven diferentes formas de discriminación y, por lo tanto, de privilegio. Eso quiere decir que podemos ser discriminados en un ámbito pero privilegiados en otro. Yo he sufrido agresiones sexuales por el hecho de ser mujer e insultos por ser catalana, pero no he experimentado el racismo, y puedo entrar a cualquier estación de metro porque no voy en silla de ruedas. En esta línea, la historia nos dice que la nación se experimenta de manera diferente en función del género de sus integrantes.
Los roles de la nación-mujer suelen encajar con los de la mujer-persona: la nación se ha concebido como una madre que los hijos (en masculino no genérico) tienen que defender
Desde Europa hasta Asia, encontramos ejemplos de cómo la nación se ha pensado como mujer, igual que la tierra que se pretendía conquistar o la que se quería defender del enemigo. Sin embargo, las mujeres solemos ocupar un papel subordinado dentro de la nación. Es decir, se nos alaba a la vez que se nos zurra. A menudo, los roles de la nación-mujer suelen encajar con los de la mujer-persona: la nación se ha concebido como una madre que los hijos (en masculino no genérico) tienen que defender; Oriente era, para los exploradores occidentales, una doncella misteriosa a la cual descubrir, controlar y penetrar. Resulta significativo que, en la época actual, el relato sobre la Catalunya-mujer la conciba como maltratada. Olvidando, por ejemplo, que el independentismo ha utilizado mecanismos que podríamos considerar pertenecientes al dominio femenino según el esquema tradicional de masculinidad/feminidad. Algunas de las estrategias de organización del referéndum y de resistencia a la represión posterior se han basado en la utilización de redes informales o en la persistencia del cuidado.
En los conflictos coloniales y/o nacionales, la utilización de las mujeres por parte de los representantes de los bandos enfrentados ha sido habitual. Se pueden utilizar como botín: durante la represión policial del 1 de octubre, varias mujeres denunciaron agresiones sexuales o insultos misóginos. Otro caso es el mensaje del foro digital de guardias civiles que advertía a los hombres catalanes que vigilaran que sus mujeres o novias no se quedaran embarazadas de guardias civiles.
En otros casos, el machismo importa en la medida en que sirve para hacer daño al rival, no para mejorar el bienestar de las mujeres. En esta lógica, es compatible tildar escritores españoles de cipotudos en una tertulia televisiva donde no participa ninguna mujer. O decir que Albiol es un machista y al mismo tiempo describir como putas, viejas, feas y malfolladas a las diputadas de la CUP por negarse a investir Mas como president o proponer el uso de copas menstruales (o cualquier idea de la CUP así en general, como si David Fernàndez, Benet Salellas y otros hombres cupaires no estuvieran de acuerdo).
Las feministas independentistas catalanas son conscientes de que la liberación nacional no implica la liberación de las mujeres, y por eso muchas de ellas trabajan de lo lindo para que los dos procesos vayan de la mano
Estas situaciones han planteado grandes dilemas para las mujeres y/o las feministas implicadas en los movimientos de liberación nacional: han tenido que luchar contra el machismo dentro de unas instituciones que sirven para luchar contra un opresor externo. ¿Cómo me siento yo, como catalana independentista, ante la idolatría acrítica a Julian Assange, uno de los pocos aliados internacionales de la causa catalana, pero que ofreció trabajo al ingeniero de Google despedido por haber afirmado que las mujeres eran biológicamente inferiores a los hombres en el ámbito de las ciencias? Las feministas independentistas catalanas son conscientes de que la liberación nacional no implica la liberación de las mujeres, y por eso muchas de ellas trabajan de lo lindo para que los dos procesos vayan de la mano. Y algunas han intentado utilizar el proceso catalán para sensibilizar sobre las opresiones que sufrimos las catalanas, sabiendo que sufrir una opresión no tiene por qué hacerte más abierto a entender las de los otros.
A veces, ser feminista independentista implica cuestionar otras feministas. Algunas de las unionistas y equidistantes han tendido a presentar el proceso catalán como un conflicto entre el hombre Puigdemont y el hombre Rajoy, y han vendido una realidad alternativa en la que si mandaran Carmena, Colau, Forcadell y Gabriel ahora mismo viviríamos en una España confederal poblada por unicornios que cagan arco iris. Ciertamente, los conflictos nacionales no se pueden entender sin el dominio masculino, pero reducirlos a la categoría hombres contra hombres esconde cómo son estos hombres. En nuestro caso, se veían las múltiples y solapadas relaciones de dominación-sumisión fruto de la compleja jerarquía nacional española.
Así pues, cualquier señor blanco catalán con prestigio social y autoridad moral que quiera buscar símiles creativos que ilustren qué está viviendo la nación catalana, tendría que tener en cuenta hasta qué punto estos símiles benefician una parte significativa de la población catalana. Si consideran que la situación de las mujeres es injusta, que se pregunten, antes de todo, qué hacen ellos cada día para mejorarla. Si no saben por dónde empezar, que pregunten a las feministas independentistas y se pongan a su servicio para construir una República catalana feminista. Y, mientras tanto, que callen.