En una sociedad en que ellos todavía colonizan los puestos de dirección, las instituciones públicas o los espacios de opinión, existe la preocupación recurrente por la crisis del hombre.
Supongo que es porque, como hemos construido la mirada a partir de binarismos en clara oposición jerárquica, el avance del subalterno significa el retroceso del privilegiado. Por eso muchas personas creen que el feminismo es una guerra sexos, cuando la verdadera guerra de géneros empezó a librarse a partir del día en que a las mujeres se nos relegó a un rol inferior y se establecieron mecanismos para someternos y disciplinarnos. No debemos engañarnos. La decadencia del hombre es una forma de privilegio.
Es así como se tiene que entender la retahíla de columnas escritas por los Marías o Revertes de turno, en las que constantemente lamentan que las feministas han ido demasiado lejos y vivimos una época de irrespirable dictadura de lo políticamente correcto. Crean una falsa realidad donde ellos ya no son los que cortan el bacalao, para presentar sus llantos como necesarias diatribas a favor del pensamiento crítico. Es en este marco donde Eliane Brum escribía hace unas semanas en El País que la victoria de Bolsonaro era la victoria del hombre medio brasileño. Pero ¿la victoria sobre quien?, se preguntaba Susurra. Sobre aquellos que siempre han estado por debajo de ellos. La decadencia, también, hace que pensemos que solamente ellos son almas atormentadas, y que veamos sus rabietas, en el arte o la acción política, como excelsas plasmaciones de inquietudes universales que merecen ser priorizadas.
La decadencia explica la renovada preocupación por la unidad de la clase obrera de una parte de señores blancos de izquierdas y marxistas, ante la supuesta amenaza de una lucha feminista, antirracista y LGTBI más preocupada, dicen, por la identidad que por las luchas materiales. Parece que olviden que la inefectividad de las teorías de izquierdas clásicas para satisfacer las necesidades de toda la clase obrera propició la incorporación de perspectivas de género, racialización u orientación sexual. Como si el miedo a que tu marido obrero te violara o te asesinara, o a que tu camarada te diera una paliza por maricón, negro de mierda o marimacho, no fueran lo bastante materiales.
Lo más perverso del discurso de la decadencia es que el privilegio se sostiene mediante la infantilización del hombre. Estoy harta de que, cada vez que se hable de violencia machista, antes tengamos que perder tiempo dejando claro que no todos los hombres son unos maltratadores o unos violadores y oír a los pobres hombres que están mucho afectados porque alguien, en algún lugar, pueda pensar que eso es así. "Dadnos tiempo para asumir que asediar sexualmente está mal", dicen, y tú piensas: "Hombre, entiendo que te trastorne porque no es divertido descubrir que lo que tú creías que estaba bien en realidad es una jugarreta para mí, pero, caramba, tampoco necesitas tres másteres; date cuenta de que mientras tú te reinventas a mí me siguen tocando el culo y los pechos en las discotecas". Que a ver, que cuando compañeras de clase racializadas me dijeron que por ser blanca tenía una serie de privilegios me supo muy mal, pero, caramba, el trauma me duró unos días y desde entonces trabajo para cambiarlo.
Da risa, porque preocuparse por no ser etiquetados de violadores o maltratadores en lugar de enfadarse con los que violan y asesinan y hacer lo imposible por erradicar el machismo demuestra hasta qué punto existe una identidad masculina compartida. Las políticas de la identidad no son nuevas, lo que ocurre es que lo que creíamos que era el estado natural de las cosas ha resultado ser la mayor política de identidad de la historia.
Otra muestra de la infantilización masculina vinculada al privilegio es el nuevo anuncio de Gillette. Muchos señores se han ofendido porque una marca de cuchillas les dice que ser un caraculo no está bien. Si bien estoy muy a favor de hacer enfadar a señores carcas, como escribe Sirena Bergman en The Independent, el anuncio no es muy innovador. Gillette aplaude a los hombres que no agreden a otros hombres y que no asedian a mujeres, como si necesitaran una medalla por respetar las normas básicas de convivencia. Nos lo venden como la mejor versión del hombre. ¿Os imagináis una campaña antirracista que dijera "La mejor versión de un blanco, lo que hace que sea capaz de trascender sus límites, es tratar mejor a los negros?". Pensaríamos que nos hemos vuelto todos imbéciles, ¿verdad?
Bergman sugiere que quizás sería más subversivo que la empresa que comercializa las Gillettes dejara de producir cuchillas para hombres y para mujeres, como si fueran dos productos completamente diferentes. Quizás en diez años podremos hacer un anuncio en que se explique a los hombres (no trans) que considerar productos como cuchillas, desodorantes o cremas corporales como unisex, y utilizarlos, no hará que los cojones se les caigan al suelo y su cuerpo empiece a generar estrógenos en abundancia. ¿Recordáis el trauma que tuvimos cuando Twitter cambió la estrellita por un corazón?
El anuncio de Gillette es también un síntoma de una tendencia bastante extendida dentro de la concepción popular de las nuevas masculinidades: la idea de que ser un hombre nuevo les aportará más prestigio social. Lo de que los hombres feministas follan mejor (y más). O la creencia de que un buen padre es el que cuida mínimamente a su prole, algo que se da por supuesto en cualquier madre. Así se convierte el altruismo en egoísmo, porque el receptor de los beneficios de las acciones no es la otra, sino quien las hace.
Con todo esto no quiero decir que los hombres sigan siendo un grupo de niños grandes y caraduras porque hagan lo que hagan estará mal y nos moriremos todos igual. Digo que, cuando se quieran renovar, piensen que lo hacen porque es una mejora para la convivencia, no para su estatus. El sexismo es como una hidra de dos cabezas: la marginación de la mujer y el privilegio del hombre. Mientras no seguemos las dos, el monstruo persistirá.