Hace un año, una compañera eslovaca de clase comentaba lo cansada que estaba que a las mujeres de la Europa del Este se las considerara las prostitutas del continente. Lo soltó en medio de una conversación donde se hablaba, con la presencia de compañeras negras (y brasileñas), de cómo la imagen de las mujeres negras como muy sexuales, incluso salvajemente animales, ha justificado su violación en manos de todo tipo de hombres.
Es por lo que explicaban mis excompañeras que me hace gracia que algunos columnistas todavía excusen las bromas machistas y racistas de Lluís Salvadó diciendo que en el ámbito privado podemos ser políticamente incorrectos. No tienen nada de políticamente incorrecto. Son, de hecho, todo lo contrario. Las bromas nacen de ideas que han justificado durante siglos sistemas de dominación racial y de género que se consideraban, mira por dónde, del todo naturales y correctas. Sus consecuencias todavía perduran en nuestro espacio público y privado, en nuestros medios y en nuestras instituciones.
Que la etiqueta de políticamente correcto recaiga siempre en las opiniones de quien quiere contrarrestar estos imaginarios es una excusa torpe para seguir perpetuando la opresión bien instaurada, presentándola como una transgresión necesaria ante unos supuestos ataques a la libertad individual. Más bien, hacer comentarios sexistas o racistas para desinhibirse denota una preocupante falta de inventiva. Es la prueba que no podemos concebir la transgresión fuera de aquellas posiciones sociales que nos alzan por encima de los conciudadanos y que, por lo tanto, ya en el espacio público, nos reconfortan.
No es casualidad que, tanto en esta polémica como en otras por el estilo, parte de la atención se centre en la medida en que se limita nuestra libertad de expresión cuando se nos recrimina un comentario hecho desde el privilegio, y no en cómo estos comentarios minan la confianza de las personas que, por raza, género o las dos cosas, están en posición de subalternidad. Quizás si nos importara saber qué hace daño y qué no —y cuándo y cómo hace daño y cuándo y cómo no—, todo el mundo podría ser más libre para hablar de cualquier cosa que se nos pasara por los genitales. En público y en privado. Por el camino, extinguiríamos el género periodístico del "yo me acuso" —cultivado por los blanquísimos opinadores y (pocas) opinadoras de la tribu— que hemos leído estos días, que clama que quien esté libre de whatsapp que se ría de algún colectivo oprimido que tire la primera piedra, y que no sirve por nada más que no sea salvarnos el culo entre nosotros.
Como el humor es un instrumento de influencia poderoso, puede ser utilizado para reforzar aquellas relaciones de poder que constriñen nuestro pensamiento y nuestra libertad
La transgresión de forma y contenido que permite el humor facilita hablar con más libertad sobre tabúes o conflictos políticos y sociales. Prueba de eso es que un youtuber español de ascendencia china denuncie el racismo cotidiano a base de vídeos kitsch y del nombre artístico de Putochinomaricón, así como que El Jueves sea de los medios en castellano que mejor cubra el procés. El humor y la sátira son, sin duda, uno de los bienes a proteger en cualquier sociedad que se atreva a considerarse democrática.
Pero como el humor es un instrumento de influencia poderoso, puede ser utilizado para reforzar aquellas relaciones de poder que, en menor o mayor medida, constriñen nuestro pensamiento y, en consecuencia, nuestra libertad. No en vano, el alt-right de los Estados Unidos utiliza el humor para difundir su ideario entre el gran público. Para muchos usuarios de la plataforma 4chan, votar a Trump fue una gran broma, una gamberrada más para mostrar su insatisfacción con el sistema. Para muchos conciudadanos latinos, negros o musulmanes, la presidencia de Trump institucionaliza un movimiento que quiere limitar sus derechos. Así pues, el humor y, sobre todo, participar o no de la broma sin ningún tipo de prejuicio sea cuál sea la opción escogida, puede acabar siendo un acto de privilegio.
Es por eso que el más irónico de los comentarios de Salvadó es que los hiciera en una conversación donde se bromeaba sobre cómo costaba encontrar mujeres que quisieran asumir cargos políticos de responsabilidad. Aludiendo a las tetas grandes de las ficticias candidatas, él mismo lo respondía: la objetivación de las mujeres sirve para marcarlas y disciplinarlas en ámbitos dominados por hombres, entre ellos la política. Esta objetivación, no hace falta decirlo, no está escrita en ninguna ley, convenio laboral o estatuto de partido, sino que se materializa en comentarios o diferencias de trato. Despachar polémicas sobre comentarios racistas o machistas aludiendo al hecho de que se producen en el ámbito privado contribuye a blindar de críticas estos mecanismos discriminadores.
Despachar polémicas sobre comentarios racistas o machistas aludiendo al hecho de que se producen en el ámbito privado contribuye a blindar de críticas estos mecanismos discriminadores
Resulta divertido, también, ver los aspavientos políticos y opinativos ante la filtración de las conversaciones. Como he escrito manta veces, en el proceso catalán los independentistas, unionistas y pseudo-equidistantes utilizan el machismo del adversario para desacreditarlo. No porque los derechos de las mujeres les importen mucho, sino porque en todo conflicto entre sociedades dominadas por hombres nos convertimos en campos de batalla. No ser capaces, a estas alturas, de articular un discurso y una política feministas que a la vez denuncien la guerra sucia estatal es una de aquellas tantas cosas que se tendrían que haber hecho para embarcarse en condiciones en un proceso de independencia.
La supervivencia del movimiento independentista siempre ha recaído en aquellas redes tejidas fuera de las instituciones, a menudo íntimas, como bien lo demuestra la organización y la celebración del 1 de octubre. El Estado lo sabe, y por eso se dedica a dinamitarlas, invadiéndolas y exponiéndolas. El caso de Salvadó es el ejemplo de cómo atacar un espacio seguro poniendo de manifiesto que no es seguro para todo el mundo. Porque la intimidad es fluida. Por muy reducido que sea el círculo de personas con quienes entramos en contacto, y por muy gruesas sean las paredes o encriptados sean los datos que preservan estos actos, las experiencias con el exterior que hemos vivido, y las ideas con el cual las interpretamos, perviven.
Esta pervivencia del exterior en nosotros contribuye a definir tanto el fin de nuestro espacio íntimo como su composición. Todo acto en la intimidad es en sí un acto de exclusión. La cuestión es entender por qué queremos esta exclusión, con quién la compartimos y qué hacemos cuando la tenemos. Sólo así podremos preservar y ejercer libremente nuestra intimidad de una manera que no contribuya a atacar la de los otros. Y ya de paso nos ahorraremos lesiones neuronales intentando escribir la última acrobacia argumental que enmascare nuestro malestar al descubrir que, incluso en nuestros pensamientos más inescrutables, seguimos a merced de aquellas relaciones de poder que nos elevan a la vez que nos pisotan.